miércoles, 15 de diciembre de 2010

Mi infancia entre costuras


Hay momentos en los que uno se cuestiona si está viviendo su vida o la de otro. Instantes en los que dudas si, verdaderamente, tu realidad contiene todos los ingredientes que habías imaginado en un tiempo remoto. Incluso, algunos días en los que cuesta situarte en el mundo en cuanto le abres los ojos a una nueva mañana. La identidad, una cuestión que me ronda por la cabeza cuando acabo de leer la primera de las historias de la Trilogía de Nueva York de Paul Auster.

Si echamos la vista atrás, al menos en mi caso, la situación vital cambia tan en demasía que incluso marea. En algún momento de mi vida, las circunstancias quisieron que cambiara mi reloj de pueblo por otro de ciudad, el fuego lento por la ebullición instantánea, los minutos saboreados por segundos fugaces, la tranquilidad por el ritmo vertiginoso. En mi infancia, en mi pueblo, las tardes eran eternas, incluso cuando caía a plomo el mes de diciembre y su escasa luz. Había juegos infantiles en casa o en la propia calle, había visita a familiares y amigos, contabas con tiempo para realizar las tareas escolares... incluso podías permitirte perder el tiempo. Sin más. Todo un lujo.

Hace apenas unos días he recordado como crecí rodeada de hilos, agujas, dedales, alfileres, maquinas de coser a pedal y eléctricas, jaboncillos para marcar las telas, metros, medidas anotadas en cualquier folleto que a tal menester se prestara. La costura como cultura que reunía a las vecinas en una misma casa, cada tarde. El sonido del pedal al marcar un pespunte, la voz entrecortada mientras se habla con un alfiler sostenido entre los labios, las risas por las mil y una historias que surgen en torno a esta práctica milenaria; los hilos que uno se lleva pegado en la ropa a casa, como si no quisieran marcharse nunca, para que jamás olvidaras tus costumbres, las de tu cercanía.

Me gustaba contemplar la escena y ser partícipe de ella. Escuchar atentamente las historias mientras alguien cogía los bajos de esos pantalones que permitirían que mi disfraz navideño no fuese demasiado fresco. Alzar los brazos para que tomaran las medidas de la espalda y el contorno, con unos trazos mal escritos en un trozo de papel; mientras otras se afanaban con la máquina o cortaban las telas en la mesa, la misma que se utilizaba como camilla para calentar la estancia. A lo lejos, se oían los ecos de una pequeña televisión, siempre conectada como música de fondo o como avivadora de la conversación cuando los temas decaían, que solían ser la menor de las veces.

Allí me sentía arropada y el tiempo se detenía sólo para nosotras. Me sentaba a contemplar o jugaba con mis muñecas aprovechando los retales que caían por doquier. Con el paso de los años las citas de costura se fueron separando en el tiempo, mientras crecía y mis compromisos académicos me acercaban al mundanal ruído. Ya no había tiempo para aderezar las tardes sentada en la mesa de camilla y escuchar historias en torno a la costura. Todo se fue acabando, apagando, hasta que un interruptor perdido de la memoria conecta la luz de esa sala y todo regresa a la mente, como si nunca se hubiera marchado, salvo que tú ya no eres ni la sombra de lo que un día fuiste.

Y jamás aprendí a coser. Nunca capté esa magia que permite convertir un trozo de tela en todo aquello que quisieras, porque tienes la técnica en tu mano y el diseño en tu cabeza. Nunca tuve tiempo para practicar porque siempre lo sustituí por interiorizar la praxis de otras mil cuestiones que me parecieron más importante. La costura, como reminicencia de las mujeres del pasado, era eliminada de nuestro día a día como símbolo de libertad y progreso. Y es ahora, cuando me acerco vertiginosamente a la treintena, cuando añoro el conocimiento y lamento el total desconocimiento. Me encantaría poder crear y arreglar cualquier nimiedad que se me antoja un mundo. Solucionar sin depender de nadie. Saber hacer sin dar trabajo, sin delegar en nadie.

Cuántas cosas del pasado habremos perdido por intentar mejorar. De cuántas historias nos habremos librado como quien se aparta de un lastre para lograr la libertad. Y es ahora, con la madurez y la reflexión, cuando me doy cuenta que somos aún más esclavas de lo que un día fuimos. Pero esta cuestión, sin duda, dará para otro post, en otro momento, como quien cuenta las historias en torno a una máquina de coser, rodeada de hilos, alfileres y retales.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Carta a mi amor platónico


Un día apareciste en mi vida, de la nada. Me llamaste desde una esquina, a lo lejos, y yo me acerqué para conocerte. Me contaste mil historias, al oído, y yo te escuché muy atenta, casi sin parpadear, por miedo a interrumpirte, por temor a romper la magia. Quisiste que fuésemos amigos y, desde entonces, me embrujaste, me encandilaste, me enamoraste. Fuiste el guía de mis pasos. Ya nada fue lo mismo para mí. Tenía un objetivo, alcanzarte.

Aún era demasiado pequeña para rozar tu altura y me dediqué a crecer siguiendo tu estela. Maduré manteniéndote en mis pensamientos, me formé leyendo tus preferencias y, cuando tuve la primera oportunidad, declaré en voz alta, sin miedo, que lucharía por ti, costara lo que costara, a cualquier precio. Entonces, intenté adaptarme al molde que me pedías, superar las pruebas que me ofrecías; prácticamente, besar el suelo por el que pisabas. Ser digna de ti. Y derramé lágrimas, sudor y sangre por demostrarte mi valía, me afané, nunca di nada por perdido. Y te alcancé, te conseguí.

Aún recuerdo nuestra primera cita, repleta de nervios, muchos nervios; y dudas, muchas dudas. Aquel mundo con el que había soñado tantas veces, tu mundo, se abría de par en par para mí. Y entraba de puntillas, casi rozando el suelo, por miedo a errar en el primer paso, por temor a equivocarme, con la única idea de ganarte poco a poco, sin prisas, a fuego lento.

Desde entonces, y aunque nuestra relación se fue afianzando, no pudimos evitar algunas crisis, esporádicas, momentos de debilidad, de escepticismo, de desconfianza. Hubo tardes de glorias y noches de cuchillos largos. Tejimos ocho años de convivencia, de unión, de una intensa relación en la que creímos ambos. Apostamos fuerte, perdimos y ganamos, crecimos el uno con el otro. Vivimos los avances y las pérdidas, aprendimos juntos.

Todo acabó el 22 de septiembre de 2009. No fue una decisión precipitada. La maduré con paciencia. Mandó la razón y, por qué no, también las vísceras. Puse punto a una relación que ya estaba deteriorada, que comenzaba a resquebrajarse, a pudrirse. Quizás, no fuiste lo que esperaba, todo aquello con lo que soñé. Tal vez te idealicé, te magnifiqué, te inventé y retoqué a mi antojo. Te di mucho más de lo que me ofreciste. Me fallaste. Pero te dije adiós y te vi sonreir. Me susurraste algo al oído, como aquella tarde. Me observaste con orgullo, con actitud paternal y te resististe a soltarme la mano, a dejarme marchar. "Volverás", leía en tu rostro, "me perteneces, te pertenezco".

Jamás podré olvidarte, aunque ya no te echo de menos. Sé que te tengo muy cerca, más de lo que pensaba. He vuelto a citarme contigo en este blog, porque es así como yo te siento, y sé que algún día volveremos a unir nuestras manos, en otro contexto, en un escenario distinto, con otros personajes a nuestro alrededor. Volveré a encontrarme contigo, con el auténtico, con el que siempre imaginé, con el que soñé. Sin adulteraciones, sin enigmas, sin malintenciones. Pero ya nunca será una relación de amor, de plena entrega. Seremos amigos y nos veremos por casualidad, con citas intermitentes, por el puro placer de mantener la amistad.

Porque sé que nos pertenecemos, que estamos condenados a enlazar nuestros caminos, a observarnos a espiarnos. Entonces, te estrecharé la mano, nos daremos unos minutos, tal vez horas, para cruzar nuestras impresiones y ponernos al día. Y, entonces, seguiremos nuestros pasos por calles distintas, por mundos diferentes, sabiendo que habrá otros pequeños encuentros en nuestras vidas. Aunque sin ser nunca lo mismo. Desde la distancia.

Porque siempre seremos un punto y aparte, amigo Periodismo.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Mi torre de Babel


Luke, Joel, Johannes, Nick, Aram, Jil y Celina han sido la causa de mi ausencia por estos lares en las últimas fechas. Luke, Joel, Johannes, Nick, Aram, Jil y Celina han sido mi henchido entusiasmo en las últimas dos semanas. Mi ocupación, mi reflexión, mi realización personal, mi camino a seguir. Mi descubrimiento de un mundo nuevo que me llena de satisfacción, de una vocación que se encontraba recóndita en mi interior.

El maravilloso mundo del ELE (Español como Lengua Extranjera) se abrió paso en mi vida casi por casualidad, de puntillas, con sigilo. Fue mi plan b después de aquel varapalo que me supuso conocer que no tuve premio en las oposiciones. Sigue buscando... Y busqué, pensé, me devané los sesos durantes algunos días, que parecieron años, hasta que abrí la web de la Academia Clic y retomé una idea que me rondaba por la mente desde que ejercía el mundo canalla del periodismo. Casi por casualidad, me dejé llevar hasta el corazón de Sevilla, donde tienen su sede. Casi por casualidad, me vi preguntando en recepción y con un folleto en las manos y, por capricho del azar, me encontré realizando la entrevista personal con quien, meses más tarde, sería mi profesora y compañera.

Agosto fue un mes de reflexión, dedicado a deshojar la margarita. Haré el curso, no haré el curso... Pausé las gestiones necesarias para matricularme, maduré mi idea y, finalmente, cuando el mes comienza a perder su nombre, tomé la decisión. Una gran decisión. Y así llegó el enriquecedor mes de septiembre, con una nueva tarea, un nuevo horario, nuevas personas en mi vida, nuevos profesores, una materia por conocer, unas técnicas didácticas, mucha información, almuerzos compartidos, anécdotas por doquier, clases prácticas... y de ahí, al escenario.

En octubre se levantó el telón y pude disfrutar de mi primera sesión. Una llamada de teléfono, un curso de principiantes, dos chicos ingleses, una chica holandesa, otra iraquí. El Aula 1 como manual, unas instrucciones rápidas de las jefas de estudio, algunos nervios, expectación, muchas escaleras que subir... Y así fue como me vi delante de una clase, con una pizarra, un material preparado, tres horas por delante y mucho, muchísimo que ofrecer. La experiencia sólo duró una semana. Mi primera semana como profesora de español como lengua extranjera. Mi gran estreno. Mi primer paso.

Hace dos semanas, recibí una idéntica llamada de teléfono. De nuevo, principiantes, más jóvenes, totalmente nuevos en la materia. Los ecos de la cultura inglesa, australiana, alemana, coreana y suiza decoraban el aula cuando giré el picaporte para acceder a la B8. Siete pares de ojos brillantes como focos recién encendidos me contemplaron expectantes durante nuestros dos primeros días como profesora y alumnos. Un idioma totalmente nuevo para ellos fluía de mis cuerdas vocales. Ellos apenas escuchaban sonidos donde yo emitía explicaciones. Apenas existían respuestas a mis preguntas, era difícil esperar una asentimiento con un leve movimiento de cuello o una sonrisa o un leve "sí" cuando comprendían cualquier instrucción, cualquier comentario.

Pero han pasado dos semanas y mis "niños", como ya me gusta llamarles, me hablan de bares de Sevilla y me preguntan dónde pueden ver "el clásico" el próximo lunes. Joel quiso saber el último día si me gusta Amaral y Pereza y, ante un fallo en el sistema informático, Luke comentó que quizás se debiera a las clavijas. No pude evitar sonreir al leer la redacción que Johannes ha realizado en el examen. Me describe su país, usando correctamente el verbo ser, estar y haber (que era el objetivo) y me recuerda que Vettel es alemán y le ha ganado el mundial a Fernando Alonso, un comentario que se había convertido en una broma de clase. Cantamos "Limón y Sal" de Julieta Venegas y me dicen que están "así, así" cuando les pregunto "¿cómo se encuentran?".

Nos despedimos con un hasta siempre el pasado viernes (ayer para quien escribe). Era mi último día y tocaba decirles que, después de dos semanas, cambian de profesora. "Nosotros te preferimos a ti", me espetaba Joel con la conjugación del verbo en la mano. "Cuando vuelvas la siguiente semana, pide este grupo", me solicitaba Jil, de forma repetida. Los siete pares de ojos ya no miraban inertes, sino acompañados por sonidos de desaprobación y tristeza. Casi se me hiela el alma.

La respuesta de mis niños me hizo retormar el camino de vuelta a casa flotando entre las nubes. Satisfecha, muy satisfecha. Realizada, muy realizada. Con recompensa, con una gran recompensa. Encaraba la Avenida de la Constitución con una sonrisa en mis labios cuando recibí, casi por casualidad, una nueva llamada de teléfono: "Cambio de planes, trabajas la próxima semana". Y así fue como regresé a la academia, aunque me gusta llamarla escuela. Y así fue como recibí mis nuevos instrucciones. Y así es como disfrutaré de una nueva semana.

Ellos aún no lo saben, pero volveré al aula B5 el próximo lunes. Les saludaré con un "Buenos días, ¿qué tal estáis hoy?" Y espero que me responda con un "así, así", entonces sonreiré y comenzará la clase. Bendita la lengua de Cervantes.

jueves, 11 de noviembre de 2010

La escritura amiga




Me ha venido a la memoria unas palabras muy sabias que me regalaron cuando aún era demasiado pequeña para comprender casi nada de lo que me rodeaba. Aún llevaba el pelo encrespado y lucía postillas en las rodillas, no me miraba al espejo y soñaba con aquellos sueños que desaparecen cuando franqueas la barrera de la madurez. Lloraba con lágrimas calientes por alguna puñalada de esas que a veces te disparan las manos más amigas, cuando un familiar cercano me tendió la sentencia: "No llores por los que hoy son tus amigos, quizás mañana no lo serán. Recuerda que los amigos te los vas encontrando por la vida. Tal vez, tus verdaderos amigos aún no han llegado".

Hoy recuerdo con perspectiva aquellas palabras, como si me las hubieran grabado con letras de oro en la memoria. Afortunadamente, muchos de aquellos amigos siguen manteniendo los lazos de amistad. Por muy lejana que sea la distancia (espacial o temporal), las cuerdas continúan firmes y sabes que puedes contar con ellos con tan sólo silbar, siempre que sea necesario. Y no puedo reprimir una sonrisa al saber que mis tesoros, aunque distantes, están muy presentes a mi alrededor. Siempre hay una llamada, un café que compartir, una alegría que disfrutar y muchos recuerdos que rememorar.

En cambio, he asistido con dolor -al principio- y desdén -con el paso del tiempo- al adiós de quienes un día fueron como uña y carne. Personas que hoy te ven desde la distancia, por mucho cariño que le guardes; que reniegan de aquel vínculo que os unió y te apartan de su vida de un manotazo. Saludos fríos que, al principio escuecen, pero que comienzan a resbalar por tu propio chubasquero cuando comienzan a acostumbrarte a ellos. Nada merece la pena cuando la otra mitad no te corresponde. El algo se convierte en la nada.

Y es cierto que la vida me ha reportado nuevas amistades. El colegio, la Universidad, las prácticas laborales, el trabajo, las academias, la vecindad... Personas que me han entregado mucho más de lo que piensan y que, para mi sorpresa, se declaran lectoras de este humilde blog que trazo con todo el amor y la dedicación del mundo. Escribo porque me relaja, porque me apasiona, porque es lo que más adoro en el mundo. Escribo desde siempre y, en los últimos meses, para aquellos que atravesáis la red y os adentráis en mi mundo. Escribo porque me ayuda y porque me gustaría saber que os ayuda también a vosotros. Escribo para desahogarme y para embriagarme. Escribo para mí y para vosotros. Escribo porque, de lo contrario, esa persona ya no sería yo.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Soñando con la realidad


Suelo soñar a menudo. Cada noche. Y, además, tengo la virtud o la desgracia de recordar casi con detalle todo aquello que navega por mi imaginación mientras duermo. Historias inverosímiles, poco creíbles, temibles, a veces, demasiado agradables... Personas que conozco o desconozco, rostros que una vez tuvieron cabida en mi pupila, otros, que se encuentran perennes en mi percepción diaria.

Sin embargo, cada mañana, al despertar, me veo obligada a tomar unos segundos para poder situarme en mi vida, contextualizarme, recordar quién soy. Como si la noche me hubiese mantenido a años-luz de mi propia existencia. Debo recordar dónde me encuentro, por qué, quién permanece cerca, desde cuándo... y todos aquellos detalles que me devuelven la luz a un nuevo día. No obstante, la gota más amarga aparece en mi garganta cuándo tengo que recordar cuál es la misión de ese nuevo día, cuál es mi cometido, dónde estoy, hacia dónde me dirijo. Y tengo que tragar con fuerza para poder digerirla cuanto antes sin apenas notar su sabor.

Hay días que me contento con la simple idea de trazar un pensamiento en este blog, otros, en los que la realidad me viene demasiado grande para poder calzármela, para moldearla, para dominarla. Hay mañanas que amanecen con los ingredientes necesarios para una motivación sin extremos, con todo el ansia posible por cambiar el mundo, partiendo siempre por uno mismo. Otras, en cambio, se tornan pesadilla y clavan la luz del día como pudieran hacerlo un puñado de alfileres y cristales.

Días en los que me hablo en voz alta, sin complejos a explicarle al mundo quién soy y adónde me dirijo. Otros, en los que preferiría ser invisible y pasear a lo largo y ancho sin que nadie pudiese verme, sin que nadie pudiese pararme, observarme y cuestionarme. Cada vez me cuesta más explicar mi vida. No hay día que alguien me interrogue, me pida explicaciones, espere los detalles. Y yo relato mi perorata, ya casi memorizada a base de la repetición, endulzada, manipulada a mi antojo, como si tuviera que esperar el consentimiento de todo aquel que escucha. No es fácil hablar de tu vida cuándo ni siquiera tiene sentido para ti. Y termino mi discurso y el que escucha asiente o permanece impasible o cambia de tema o quiere conocer más de lo que yo misma desconozco. Y siento como se clavan los alfileres, como vuelvo a la realidad.

-"¿Y mañana qué?".

Mañana será otro día, después de disfrutar o padecer un sueño, de recordar con nitidez o levemente los detalles. Mañana volveré a despertar, continuaré encontrándome y podrá ser una buena o mala jornada. Pero no quieres saber más de lo que nadie sabe, no esperes que te cuente lo que ni siquiera yo sé. No preguntes por una vida ajena que incluso a mí me cuesta dislucir si es la mía.

viernes, 29 de octubre de 2010

Una historia de Halloween


Se acerca la noche mágica de Halloween. Y digo mágica porque los que nos sentimos atraídos por el terror, lo paranormal, lo desconocido... también experimentamos un cierto cosquilleo de emoción en las citadas fechas. Es cierto que la fiesta poco tiene de hispana. Pero, a veces, los préstamos foráneos también ayudan a enriquecer nuestra cultura, a moldearla, a actualizarla y, si no, que se lo pregunten a nuestro siempre new-fashioned léxico.

Desde pequeña me he sentido atraída por esta tradición americana que podíamos observar en el panorama audiovisual que nos llegaba desde el otro lado del Atlántico pero que, sin embargo, no ofrecía ni un ápice de reflejo en nuestro país. Aquí nos limitábamos, y aún nos limitamos, a colocar flores en un lugar inventado que nada tiene ya de aquellos que queríamos y queremos, a sentir dolor, a rememorar las pérdidas. En definitiva, a lamentarnos que es, ni más ni menos, la rémora que nos han legado nuestros antepasados.

El año pasado, por estas fechas, disfruté de tan señalado día en mi calendario en París. Allí la magia americana tiene más avance que en nuestra tierra, y rápidamente me sentí sumergida en su atmósfera desde que amaneció el día 31. Las pastelerías ofrecían sus dulces especiales, los tenderos decoraban sus tiendas y su vestuario con motivos paranormales. Puro marketing que, sin embargo, a mí me embriaga. Tampoco es demasiado difícil otorgar un toque enigmático a la señora del Sena. ¿O acaso lo dudan?

Se acerca Halloween y yo no me disfrazaré de bruja ni de fantasma ni de nada parecido pero, en mi interior, lo celebraré a mi manera. Recordando las historias que me han acompañado desde pequeña, aquellas que me deleitaban mientras las oía, las mismas que me aterraban cuando se apagaba la luz y tocaba dormir, en silencio. Y mientras recuerdo las leyendas, las historias experimentadas por otros, aquellas que suceden a amigos de los amigos que nos narran pormenorizadamente narraciones espeluznantes, caigo en la cuenta de que también podría relatar otras en primera persona...

¿Quién no recuerda la piel de gallina cuando pasabas unos minutos a solas en la cocina de Castelar? ¿Y las sensaciones encontradas cuando accedías al claustro del Julio César? ¿Y aquellos ruidos extraños en Gonzalo Bilbao?

Aún recuerdo el pánico que me supuso entrar en aquella casa que estaban adecentando para entrar a vivir. Su nuevo propietario pintaba las paredes de las habitaciones desnudas a plena luz del día. Yo apenas contaba con siete u ocho años, acompañaba a mi vecina -cuñada del nuevo inquilino- en un día cualquiera, a una hora normal. Aquello pudo ser una mera escena de las que se borran de la memoria pero...aquella escalera... ¡Ay, aquella escalera! Sólo sé que quise irme de aquella casa desde que entré, sólo sé que aquella escalera me estremecía y que tuve que luchar contra mis propias fuerzas para no observarla de forma más detenida, en lo alto, hacia el piso superior. No sé si estuvimos segundos, minutos u horas porque el paso del tiempo ha ido borrando la huella de la memoria. Sólo sé que aún vuelvo a estremecerme cuando recuerdo aquel momento y que vuelvo a experiementar aquel escalofrío mientras escribo estas líneas, mientras golpeo mi teclado. Clic, clac, clic, clac...

Yo ya había oído aquella historia ocurrida en el pasado. Era una de esas crónicas negras que manchan el nombre de los pueblos y sus habitantes. No obstante, era demasiado vieja para aparecer en la prensa como hubiese ocurrido hoy. Era demasiada profunda para tener cabida en las páginas de sucesos y sociedad como habría sucedido en la actualidad donde la violencia de género, machista o como la queramos denominar ocupa la primera plana de la "trama de la facticidad" (creo que fue lo único que se me quedó de aquella asignatura que nos ofreció Galiana). Me habían contado versiones terroríficas del suceso. Unas veces, el crimen había sucedido de una determinada manera. Otros narradores, en cambio, modificaban las versiones y añadían más o menos datos sangrientos.

Cuando llegué a casa, sin entrar en detalles, le cuestioné a mi madre: "¿Dónde vivían aquellos maestros?".

- Ella se sorprendió: "Ya sabes que los maestros suelen vivir en aquellas casas con ventanas amarillas que desde hace tiempo están reservadas para ellos. ¿A quiénes te refieres?". Pero no era ésa la respuesta que yo aguardaba.

- Los del "crimen", le espeté con algo de respeto y marcando cada palabra con intensidad, como si de esa manera nada malo pudiera pasarme. Ella cambió el semblante, entornó los ojos y miró al infinito, sumergiéndose en ese rincón de la memoria donde guardamos aquello que no nos gusta recordar. Fue demasiado trágico para ella. Los conocía, a ambos, como se conoce a aquellas personas que marcan tu día a día sin llegar a alcanzar el grado de la amistad. Con aquellos que coincides en la panadería, al pasear por el pueblo. Con quienes cruzas saludos y despedidas, cuestiones sobre el tiempo o, tal vez, acerca de la subida de los precios... Ella regresó de su ensimismamiento y me miró a los ojos y me señaló la dirección y el número. ¿Por qué lo preguntas?

- Por nada mamá -le dije alejándome- simplemente, porque hoy he estado allí.

Tengan cuidado cuando lean estas líneas. Nadie sabe quien puede estar leyéndolas con usted. Por encima de su hombro.

lunes, 25 de octubre de 2010

En un ángulo del parque


Al cruzar el parque lo atisbo en el fondo. Paciente, impasible, mirando al frente, como si nada ocurriera a su alrededor. Como si nunca hubiese ocurrido nada, sólo su propia existencia. Hacía bastante tiempo que no reparaba en su presencia. Meses, quizás, incluso años. Pero sigue latente, oculto en la realidad más visible, siendo uno más en medio del parque.

¿Os habéis parado a pensar las mil y una historias que esconden los bancos del parque? Todos y cada uno de ellos alberga toda un arsenal de emociones, sensaciones, vivencias. Historias con final feliz y otras, que no lo fueron tanto. Historias de niños, de jóvenes, de ancianos. De personas que aún viven, de otros, que ya se marcharon. Historias llenas de pasión y desenfreno, historias de dolor y llanto. Historias de amistad y enemistades. De secretos que nunca fueron revelados, de conjeturas, de planes de vidas. De encuentros, de desencuentros, de despedidas...

Ese banco que ahora observo ocupa una frase en la historia de mi vida. Un cúmulo de pocas palabras que se quedaron en la nada, en el olvido y que ahora recuerdo como si aquella persona ya no existiera porque poco tiene de mí y yo, ya nada tengo de ella. Fue un banco, sin más, de esos que se acumulan en el saco de los nombres comunes. Pero me sorprende pensar que aún sigue ahí, en el mismo sitio, mientras mi camino hace ya bastante tiempo que se separó de su senda. Ahora vuelvo a cruzar el parque, y lo observo, sin apenas detener mi paso, sin ni siquiera desviar mi camino. Pero lo miro y el me mira a mí. Me recuerda sus recuerdos y yo rememoro la frase, esa que ocupa en mi vida. Pero al llegar al punto, la frase vuelvo a la memoria y, con ella, prácticamente al olvido. Y sigo caminando, devolviendo una sonrisa y susurrando un adiós que percibe al instante. Sabiendo que, aún habiendo pasado más de una decena de años y, ocurra lo que ocurra en mi vida, él seguirá esperando, en aquel ángulo del parque.

jueves, 14 de octubre de 2010

Un encuentro victoriano


Aguarda sentado en una silla pequeña, como su figura. La toma del revés, apoyando sus brazos en el respaldo. Una postura cómoda que le permite cerrar los ojos y retomar el primer sueño del día, por la mañana, cuando aún restan varias horas para almorzar.

Lo observo desde la distancia que otorga el desconocimiento, la falta de confianza, el respeto. Pregunto a mis allegados de quién se trata, pero nada pueden decirme al respecto. La curiosidad que yo siento en este momento no habita en sus moradas.

Sigo el caminar pausado con el que mi abuela me muestra su nuevo hogar, el que se ha empeñado en escoger, por el que ha abandonado la que fuese su casa durante más de cuarenta años. La novedad le hace feliz y, al mismo tiempo, ha dejado inmersa en una ya conocida tristeza a su familia, la mía, la nuestra. Sin embargo, se muestra satisfecha por compartir habitación, estancias y vida con un puñado de desconocidos que ahora son su día a día, su vida. Deshace la cama para mostrarme las sábanas, blancas, sin ningún atractivo; pero con el inmenso valor del que todo quiere valorarlo, cuando nunca antes jamás lo ha hecho.

La habitación está repleta de fotos de desconocidos, familiares de su compañera de sueños. Algunos peluches dan un toque juvenil a la estancia y un aroma acogedor que me sorprende. Ella también quiere fotos, pero las pide sin pedir, únicamente por la competencia ante una pared que también considera suya. Sólo ha llevado consigo una imagen antiquísima que reposa en el cuadro que enmarca su cabecero. Una foto de otros tiempos, gris, amarillenta, donde un joven deja constancia de su paso por el servicio militar. Con una composición mental, puedo imaginar que esos finos rasgos un día pertenecieron a mi abuelo. Quien le iba a decir a él justo en aquel momento, cuando posaba vestido de militar en tierras canarias, sonriente, con toda la vida por delante, que aquella foto acabaría alojada en aquel lugar.

Nos detenemos en la entrada, recibidor para las visitas, cuando vuelvo a encontrarme con su rostro, duro a la vez que blando, agravado, tallado por el paso del tiempo. De nuevo, está sentado, pero esta vez mira al frente, impasible. No puedo resistir la tentación de levantarme e interesarme. Me dice su nombre: "Manuel", el mismo que llevó a gala aquel joven de la foto que descansa en la cabecera de mi abuela, un legado depositado en sus nietos. Tiene 86 años y me dice orgulloso que es sevillano, de la calle Feria y, muy importante, hermano de Monte-sión. Este dato ilustra su vida y le causa dolor, porque ya son varios años sin poder presenciar a su virgen del Rosario por las calles hispalenses. Yo le hablo de mi familia, de mi pueblo -donde ahora se encuentra y el que desconoce-, de aquella estancia que comparte con mi abuela y él asiente, con su mirada al frente.

Llega la hora de marcharnos y también me despido de Manuel. Le deseo lo mejor en esos días y le sugiero que nos volveremos a ver cuando vuelva de visita. Él, de forma muy cortés, me pregunta por mi abuela y sus impresiones ante su nuevo hogar, siempre hablándome de usted, como si no nos separaran casi 60 años. Me da la mano en la despedida y vuelve a sumergirse en sus pensamientos. Y yo recuerdo las estampas de Orgullo y Prejuicio y Emma de Jane Austen, como si aquel encuentro cortés, victoriano y decimonónico hubiese tenido lugar en pleno siglo XXI.

martes, 5 de octubre de 2010

Recordando al maestro


Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!

Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!

Nube de tempestad que rompe el rayo
y en fuego ornáis las sangrientas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!.

Llevadme, por piedad, a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad! ¡Tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!

He de hacerte una visita, un día de éstos. Como tantas y tantas cosas que aún tengo pendiente. La pasada semana recordé tu figura con un compañero de clase. Le hablé sobre aquel trabajo de la facultad que versaba, en parte, sobre tu persona. Él entendió la similitud entre aquella rima y nuestro trabajo. Y añadió una más que ejemplificaba aquel símil. Cuánta satisfacción el encontrar personas infectadas por la misma locura. Son pocas, encasas, ínfimas.

Te marchaste hace 140 años y, sin embargo, te comprendo tanto... Podría rubricar cada rima, cada verso, casa frase, cada renglón de tus pensamientos, de tus sensaciones, de tus anhelos... Es por eso que me siento heredera de tu posromanticismo, de tu amargura, de tu frustración, con almizcle de pasión y poesía. Voy a tener que aleccionar a aquellas almas vagabundas que tildan mi pluma de bucolismo. Ya tengo una nueva misión por la que levantarme cada mañana. Guíame, maestro
.

lunes, 4 de octubre de 2010

39 escalones


39 escalones. Hacia arriba. Hacia abajo. Con cansancio. Con alegría. Con expectación. Con entusiasmo. 39 escalones separaban la calle Méndez Núñez del aula E5 donde me he formado como profesora de español para extranjeros. Durante cuatro semanas. Intensas. Interesantes. Inigualables. Finalizadas.

Ha sido un mes para grabar con letras de oro, donde he incrementado mis conocimientos, mi nómina de conocidos, mi perspectivas del mundo. Ahora mismo podría entrar en cualquier aula, con Kate, Louise, Sirius, Claudia, Upi, Anna María o con otros rostros desconocidos, y sabría qué decirles y cómo contárselo. Haría lo imposible por entusiasmarles hacia la lengua de Cervantes, mi lengua, la castellana, la española, aquella que amo. Con una planificación cerrada a base de presentación de lengua (no olviden el "input", chicos), su reflexión gramatical, las tareas de forma y de comunicación. Podría versar sobre el cine, las costumbres españolas, la publicidad, el cuento o los misterios...

Hoy, cuando el reloj marque las 15:00 no estaré en el aula B5 con María, Nuria, Antonio y Miguel Ángel. No llegará José Luis tomando con prisas su fruta. Tampoco sonará la banda sonora de Vicky Cristina Barcelona, ni Amelie. No tendremos que salir a contrarreloj a fotocopiar la hoja de observación que siempre se nos olvida. Ni habrá café en el Sur cuando marque las 17:30. No tendremos que volver a Méndez Nuñez para preparar la siguiente clase. Ni nos esperará Patricia para preguntarnos cómo nos va. No pasará la tarde volando. No tendré que tomar el metro de vuelta. Ésa ya no seré yo.

Ahora vuelvo a la cruda realidad. La de buscarse la vida. La de pelear por un sitio. La repleta de incertidumbre. La que me llevará a un nuevo envío de currículum. A la espera. Aún noto el calor cuando abro la primera página de la Gramática Básica del estudiante de español y pienso en María, que ya habrá llegado a Madrid y, quizás, habrá tomado su vuelo hacia Hong Kong, vía Londres. Sé que Carmen estará ultimando sus gestiones para marcharse el jueves a París. Le seguirá Azahara hacia Irlanda; Ana, con el objetivo en Escocia; Ramón, buscando su futuro en Copenhague. Antonio volverá a Londres pronto, donde dejó a su otra mitad.

18 vidas distintas que se han entrecruzado con la mía, en sólo cuatro semanas. 18 personalidades inigualables con tantas inquietudes y deseos que me han enriquecido como persona. 18 compañeros ideales que salvaron conmingo, cada día, esos 39 escalones.

Buena suerte.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Locura


La ocupación me hace estar ausente, aunque nunca olvidada o perdida. Distante, de forma circunstancial, pero presente, muy presente. Es curiosa la facilidad con la que nos habituamos a las nuevas situaciones, cuando éstas se repiten durante varios días consecutivos. Creamos costumbres a partir de las novedades. Nos deslizamos con facilidad por lugares que, tan sólo unos días antes, habíamos explorado de puntillas, paso a paso, con demora y temor.

Mi caminar matutino ya se ha convertido en todo un hábito. Tomo el metro sin percatarme de que lo he hecho. Mis pies me llevan de una estación a otra, mientras mi mente vuela en otras direcciones. Completo el trayecto sin reparar en lo que hago, como si nunca jamás lo hubiera hecho, únicamente, porque mi paso constante me ha llevado allí. Bajar escaleras, subir escaleras.

El paseo por la avenida de la Constitución se ha convertido en un viaje iniciático hacia el interior de mí misma. Todo un vía-crucis con sus correspondientes paradas, sempiternas, constantes, como las estaciones que recorro en mi nuevo medio de transporte. Sólo provisional, únicamente para las próximas semanas. Los rayos del sol, siempre candentes pese a la temprana hora que marca mi reloj, iluminan y ambientan el paso constante, casi melódico, con el que me muevo hacia mi destino. "Animarse, animarse", tatarea con voz dulce y paciente la vendedora de la Once que aguarda en la esquina de la Puerta de Jerez. Con su sombrero negro, sentada en la silla, con la misma sonrisa de ayer, como si jamás se hubiera movido de su sitio. Como si siempre me hubiese estado esperando.

A sólo unos pasos, la chica que reparte el periódico gratutito me obsequia con un ejemplar, esbozando una sonrisa, que acompaña con un saludo matutino. Lleva guantes tiznados de tinta. Esa tinta que un día desaparecerá. Esa tinta que me llevó a estudiar aquella carrera. Esa tinta que me ha dado alegrías y decepciones. Esa tinta que se aleja, convertida casi en extraña.

Y entonces, desde lejos, se distingue su presencia. Paciente en el duro banco. Con la vista perdida hacia el Archivo de Indias. Una visión familiar pero, con certeza, totalmente desconocida para ella. Viste un abrigo que un día fue ocre, un jerseys de cuellos alto y unas botas de fieltro. Un vestuario nada llamativo si no fuera porque aún estamos en septiembre, seguimos alcanzando los 40 grados y ella nunca modifica su vestuario. Desde lejos veo sus uñas, de un color indefinido, largas, antiguas. Totalmente discordante con esa barba masculina que, de forma incipiente, decora su rostro oscuro. Locura. Penosa y triste locura. La observo mientras un señor de edad avanzada comienza a proferir unos gritos sin sentido. Sin dirigirse a nadie, observando la nada. Locura.

En ese momento, recuerdo a Naoko (Tokio Blues, Haruki Murakami) y me siento identificada con ella. Con su temor por vivir el mundo, con su miedo a enfrentarse a la realidad, con su dolor por poder respirar uno y otro día. Cuántas veces me habré encontrado en su situación en el último año. Afortunadamente, yo también tuve un Watanabe que vino a salvarme, que me tiró una cuerda, que me acompañó en la larga cura. Día tras día. Con paciencia. Pobre Naoko, ella no consiguió salvarse. Cayó al profundo vacío después de mucho caminar por el borde.

Me habría gustado llevarla de la mano hasta la Avenida de la Constitución y enseñarle el mundo. Permitirle que palpara la realidad de cada día, de cada mañana. Y demostrarle en su recorrido, como hicieron conmigo, que aún queda mucho por hacer. Tanto por hacer...

jueves, 2 de septiembre de 2010

La abadía de la luz




Si alguna vez me marchara a un retiro espiritual -una idea nada descabellada e incluso añorada en contadas ocasiones- este tendría unas coordenadas concretas, una estampa fijada y un lugar cerrado. Si en alguna ocasión me viese obligada a alejarme de la nada y del todo, cerrar un capítulo de mi vida e iniciar otro demasiado tajante para ser entendido, me escaparía a la localidad riojana de Cañas, al monasterio de la luz.

Lo descubrimos, casi por casualidad, en los albores del pasado mes de agosto, en el corazón de La Rioja. Siempre pensé que quedaría encandilada con la visita a los monasterios de Suso y Yuso, sita en San Millán de la Cogolla, donde el silencio es sinfonía. Pero el corazón, la emoción y el sentimiento más profundo afloraron al acceder a la capilla de esa abadía cisterciense que se ocultaba de los itinerarios más turísticos. San Millán soltaría un grito de asombro si viese la afluencia de público que congrega el habitáculo que un día fue su hogar. La contemplación de la quietud, el sosiego, la tranquilidad, la paz, la armonía; en definitiva, la naturaleza plena que despierta la visita al monasterio de Suso (arriba en latín), queda totalmente desplazada cuando accedes al Monasterio mayor, el de Yuso (abajo en latín). Ay! Gonzalo de Berceo, como te busqué por cada rincón sin dejar de hallar flashes de cámaras a diestro y siniestro, así como guías demasiado apresurados en finalizar la visita para dar paso a un nuevo grupo.

En cambio, la abadía cisterciense de Cañas nadie nos la mencionó. Únicamente percibí una conversación de un turista con el chófer del autobús que nos llevó hasta Suso, donde éste mencionaba la belleza del pequeño edificio de Cañas, y no lo dudamos. Apenas 20 kilómetros separan una localidad de otra, pero la última visita de la mañana se había cerrado sólo diez minutos antes de nuestra llegada a la entrada. Había que esperar hasta las 4 de la tarde, con un sofocante calor, en medio de la nada. Y nos marchamos a Nájera, quizás con la idea de regresar más tarde, tal vez con la intención de seguir nuestro camino y regresar a Logroño. Pero volvimos, con paciencia, con espera, con calor y cansancio... y jamás pudimos alegrarnos más de aquella decisión, porque nos encontramos con uno de los monasterios más mágicos que jamás haya podido visitar.

La clave, el alabastro que recubre aquel lugar del estilo gótico donde debiera haber vidrieras; el hecho de que sus habitantes, la orden cisterciense, no haya abandonado el lugar desde el siglo XII; el dato de no haber sufrido jamás el efecto de los saqueos, las desamortizaciones o la guerra. Todo permanece intacto, perfectamente custodiado, mimado, reservado, guardado en su caparazón de la clausura que aún mantienen las nueve monjitas que habitan su espacio.

Hoy, al tiempo que medito una y otra vez sobre mi futuro inmediato, mediante accesos a páginas de internet, cuentas numéricas, llamadas telefónicas y un sin fin de gestiones pertinentes, añoro la abadía de Cañas, tan apacible, tan mágica, tan única... tan llena de luz.


lunes, 30 de agosto de 2010

Las plantas no son para el verano


Lo hemos intentado todo, pero ha sido en balde. Han pesado demasiado los más de 40 grados que ha acompañado a la capital hispalense durante el presente verano, nuestra larga ausencia, y vaya usted a saber cuántas vicisitudes más. Nuestra dama de noche murió ayer en plena ola de calor. Sus ramas abandonaron el verdor de la vitalidad y se fue desvaneciendo hasta la nada. Hoy era un esqueleto amarillento y seco, al igual que el campo castellano en esta época. Yerma, sin vida, ausente. Nos encargamos de que el abastecimiento de agua no fuera un problema. Tuvimos sustituto, pero la altitud, la latitud y el asfixiante verano ha acabado con sus esperanzas, y las nuestras, de que nos endulzara las noches con ese aroma tan meloso y pasional. Nunca llegó a florecer, nunca desplegó su característico olor. Quiso crecer pero la escalada de los grados no se lo permitió.

He tenido que despedirme de ella esta misma mañana. Sacarla de su tiesto. Abandonarla en el fondo de una bolsa de basura que ya descansa paciente en el contenedor de la esquina. La he abandonado a su suerte mientras Nala me aguardaba en la acera obedeciendo al grito de quietud. La dama de noche ya no existe en nuestro hogar, pero ha dejado paso a una nueva hornada. Su macetero ya tiene dueño, una parra roja de nombre, aunque aún verde de aspecto, que llegó rezagada a nuestra terraza de la habitación morada. Ha sobrevivido al verano en su pequeño tiesto y se ha merecido con creces una nueva oportunidad de crecer, desperezarse en libertad y levantar el vuelo, justo en el mismo lugar donde su compañero de habitáculo se despidió de la vida. Ahora descansa impaciente junto a nuestra buganvilla pálida, con terreno y vía libre para poder trepar.

Las plantas no son para el verano y, menos aún, en mi ciudad. En cambio, la mayoría de nuestra población campestre ha ganado la batalla al calor, con algunas secuelas, con los típicos daños colaterales, pero alegres y optimista por su gran éxito. Ahora realizarán su último esfuerzo por superar el verano, aguardando la llegada del otoño, aunque con nuestra presencia y ayuda. Y termino estas líneas, justo el día de mi onomástica y recordando a la que fuera mi dama de noche, querida siempre.

domingo, 29 de agosto de 2010

De vuelta de todo


1:00 am de un asfixiante 28 de agosto en Sevilla. Fin de las vacaciones, del relax, de la ausencia de reloj, de la tranquilidad, del vuelo constante de la imaginación, de la libertad, de la pausa, del olor a sal, de la piel curtida por el sol y el salitre, del viento de levante, del tacto de la arena al andar descalzo, del café vespertino con vistas al mar, de la puesta de sol en la playa...

Sólo a nosotros se nos ocurre tomar un vino dulce en el local de Pepe el muerto. El mismo donde nos refugiamos del frío de las noches de invierno, aquel lugar enigmático que nos abriga algún que otro fin de semana. En cambio, ahora estamos en plena ola de calor, la templanza del moscatel alienta aún más nuestra asfixia y no vemos el momento de salir a la calle para tomar el fresco. Como ocurre al inici0 de cada estación, cuando cambia el clima y uno tiene que habituarse a un vestuario que ya no recuerda, llegamos a la ciudad olvidando nuestro ritmo usual. Como si nuestras vidas nunca hubieran existido antes, como si hubiésemos perdido el norte en nuestro propio habitat. Y allí nos vemos, los seis, plasmando una estampa de invierno en los coletazos del mes de agosto.

Tras varias semanas de separación, nos ponemos al día de nuestros planes inmediatos, de nuestras últimas escapadas. Tomamos el pulso a la continuación de nuestra vida, aquella que volverá a rodar pasado el fin de semana. Porque las vacaciones, no se engañen, es un aletargamiento de los sentidos, es la vivencia de un mundo utópico, es un sueño con fecha de caducidad. Ahora toca volver a la realidad y lo hacemos a 40 grados, aunque con el meloso sabor del moscatel que nos sirvió ayer Pepe el Muerto.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Buen viaje


Apenas restan unas horas para que salgamos de viaje. Aún no he preparado el equipaje, aunque he pensado con detalle en mis lecturas. Apenas restan unos minutos para acabar con la soledad que me envuelve desde el mediodía, cuando dejé a Nala atrás, con su mirada triste. Ya la echo tanto de menos...

Como en los prolegómenos a cualquier salida, aún no he programado mi mente para la que se avecina. Apenas restan unos minutos para que la vorágine entre en mi vida. Búsqueda de maletas, selección de ropa, repasar la memoria una y otra vez para no dejar nada olvidado en el tintero. Aún recuerdo como mi madre anotaba lo imprescindible en una hoja de cuartilla cada verano: las sandalias de tiras, el bañador verde, la toalla...

Tengo anotados cientos de nombres pertenecientes a una tierra que no he pisado jamás. Todos tienen una imagen asociada en mi mente, imagen que se borrará en los próximos ocho días, cuando comience a colocar las fichas correctas en cada recuadro. A partir de esta semana, La Rioja y el País Vasco tendrán un sentido distinto para mí, como sucedió con Asturias, como ocurrió con Cantabria. Siempre el norte de España...

Ya tenemos reserva para visitar los monasterios de Yuso y Suso, cuna del castellano. Han anotados nuestros nombres para conocer la bodega El Fabulista, que descansa en las entrañas de la casa donde nació Felix María de Samaniego, aquel escritor del XVIII que tantas letras comparte con mi apellido. Y aún quedan algunos asuntos que resolver, pero que apenas necesitan unos minutos. Minutos que demoro por suspense, por intriga, por ofrecer emoción al día.

Recorreremos la vía de la Plata que tanto significado tiene ya para nuestro pasaporte imaginario. Aún no lo hemos fijado pero, con toda seguridad, el desayuno tendrá lugar en Monesterio, porque es una tradición no escrita que ya hemos marcado en nuestras vidas. Y, desde tierras extremeñas, nos adentraremos en Castilla, donde nos espera la primera parada y la familia, la que está lejos, la que tanto se añora.

Apenas restan unos minutos para que comience la acción, para que se desate la locura, para que el tiempo vuele y acampe a sus anchas y, mientras eso sucede, me recreo saboreando una y cada una de estas letras, me sumerjo tecleando mi portátil... Y suena el timbre de la pausa, la alarma de mi recreo, el sonido de una llave en la cerradura, la melodía de las bisagras de la puerta... Allá vamos La Rioja, una tierra con nombre de vino. A tu salud.

jueves, 29 de julio de 2010

A ti, Manué


Sólo lo conozco por una fotografía. Bucólica, campestre, silvestre como, al parecer, era su propia persona. Vestido de negro, melena al viento, impasible, sonriente, observando a la cámara, lleno de una vida que se le escapó a borbotones, al comienzo de noviembre, cuando caía la tarde.

Dicen que era alto y espigado, todo un adonis conocido por su popularidad entre grandes y pequeños, jóvenes y adultos. Un líder, gran hermano, mejor hijo, amigo de sus amigos, con unas tremendas ganas de vivir. Consumió sus días exprimiéndolos al máximo, sin dejar jugo, como si supiera que nunca alcanzaría la veintena. Tuvo sueños de gigantes, pero fue derribado de sus fantasías, de sus ilusiones, de su vida, cuando volvía a casa, a punto de comenzar su andadura vital lejos de su tierra. Sus aspiraciones se convirtieron en pesadillas.

Su recuerdo está enmarcado en casa desde que tengo uso de razón. Siempre sereno, paciente. Desde su habitáculo en el salón ha observado mi crecimiento y el de mis hermanos, ha sido testigo de los grandes momentos que nos ha regalado la vida y también de los más tristes. Siempre atento, joven, imperturbable, inalterable, siempre él. Hoy habría superado la barrera de los 55, pero él siempre tendrá 18 años en mi memoria, en mi retina y en esa imagen que ha quedado grabada a hierro en la mente de todos y cada uno de aquellos que le conocieron. Tan joven, tan lleno de vida.

Se marchó una tarde de noviembre, de vuelta a casa, cuando su hermana planchaba su ropa, aquella que nutriría su equipaje con el que partiría a Barcelona la mañana siguiente. Demasiado joven para sufrir aquel varapalo, demasiado inocente para tener que decir adiós a un hermano, demasiado castigo para sus 16 años. El asfalto, siempre el asfalto. Todos fueron cábalas desde entonces, nadie vio lo sucedido, sólo quedaron las hipótesis, las especulaciones que su padre tejió a fuego lento durante el resto de su vida, preguntando por la zona, recorriendo el trayecto una y otra vez, y aún con más ahínco en otoño, al comienzo de noviembre.

Ayer volví a oir aquella historia, ésa que relata mi madre con los ojos secos, porque ya es imposible derramar más lágrimas. Ésa que repite desviando la mirada, oteando el horizonte, como si quisiera recorrer cada rincón de su memoria, para no perder ninguna información, para recordarlo intacto. Ha encontrado su viva imagen en su hija, en mi hermana. Y lo dice bajito, casi susurrando, por temor a perder esa magia, por miedo a que se escape la chispa.

Y a mi me cuesta creer que fue una persona, que tuvo un lugar privilegiado en la vida de mis seres queridos, que tenía voz y un aroma personal, una risa característica, una vida. Para mí siempre será un ángel, el mismo que me observa con una mirada intensa desde que era pequeña, aquel que siempre me observa cuando giro el rostro a su encuentro, impasible, sonriente, protagonista de aquella fotografía bucólica, campestre, silvestre como, al parecer, era su propia persona.

A mi tío Manuel y a sus eternos 18 años.

viernes, 23 de julio de 2010

Trazando nuestro futuro


Aún no he podido entrar en la habitación. Lo hago a escondidas, a hurtadillas, sin mirar, a oscuras. Toda está como lo dejé. Como si la última prueba hubiese tenido lugar ayer mismo. No he recogido nada. No he modificado ni un ápice. Todo permanece vivo, esperándome. No quiero romper la magia que me ha acompañado durante este tiempo. Ese ambiente de optimismo e ilusión que me ha dado empuje para desempeñar con ahínco este trabajo. Esa atmósfera que se resquebrajó el pasado viernes de un solo zarpazo. ¿Sólo ha pasado una semana?

Cuando uno tiene un futuro por delante, una nueva vida que decidir e idear, se marea. Se inunda de un vértigo que nunca antes había sentido. Ni siquiera a los 18, cuando tienes que realizar tu primer viraje. Es como si hubiesen depositado sobre mis manos un enorme cuaderno con hojas blancas y un boli. Como si hubiesen parado el tiempo para mí y me dieran todo el impulso posible para comenzar a escribir. Mi historia. Como cuando era pequeña y apenas contaba con siete años. Escribía mis propias ideas en un cuaderno de cuartilla, de dos rayas, e ilustraba cada relato con un dibujo. Las letras, siempre las letras.

He sido siempre una niña precoz. Aprendí a leer con cuatro años y, como ya he relatado, escribía mis historias con seis o siete. En primero de EGB, un sistema que ya suena a centenario, realizaba ejercicios de segundo, porque me aburría como una ostra en clase, mientras el resto de mis compañeros aún estaban aprendiendo a leer y a unir palabras. Actividades de ampliación, que se llaman hoy en día. Tuve matrícula de honor en COU y me ponía de los nervios cada vez que un notable empañaba mi siembra de sobresalientes en algún trimestre del Bachillerato. Demasiado perfeccionista.

Por eso no acepto la nota con la que se resume mi oposición. No rubrico la calificación. Porque no es la mía. Lo sé y lo saben todos. Incluso los que la han imprimido junto a mi nombre y apellidos. No logro entenderlo y no lo entenderé jamás. Han jugado a ser Dios, pero es un papel demasiado grande, demasiado pesado, de difícil manejo.

Cuando apenas contaba con seis o siete años, y cursaba segundo de EGB, una de esas maestras que dejan huella me dio un consejo. Una moraleja que se quedó grabada en mi cabeza. y aún resuenan cuando las rememoro. Optó por calificar mi examen con un 9,98 y dejó que el resto de mis "competidores" de la clase se mofaran de su nota superior. "Te he ganado, te he ganado", decían varios al pasar por delante de mi pupitre. Yo no pude reprimir las lágrimas, apenas levantaba un palmo del suelo y sentía la impotencia a mi alrededor. "¿Por qué me lo reprochan si siempre es al contrario y yo jamás lo hago?". Pilar me llamó a su mesa y pidió que echara un vistazo a su cuaderno de notas. Allí, junto a mi nombre, había trazado un diez, pese a que lo había rebajado en el examen que nos entregó de vuelta. "Tienes que saber que estas cosas pasan. Siempre habrá gente mejor que tú, vayas donde vayas, hagas lo que hagas. Y tendrás que aprender a reaccionar cuando eso ocurra".

Esta semana, de nuevo, han vuelto a darme ¿una cura de humildad? Han puesto una calificación bajísima en mi casillero pese a que la que aparece en sus propios cuadernos es superior. Lo sé y lo saben todos. Lo peor, es que este no es un simple examen de segundo de EGB, no conozco a esas personas que pasan mofándose por delante de mi pupitre y yo ya no tengo siete años.

lunes, 19 de julio de 2010

En homenaje a vosotros


Las situaciones extremas, los malos momentos, las experiencias poco agradable, la vida misma siempre golpea dos veces. El golpe negativo, el mazazo, la desilusión, siempre va acompañado de una ráfaga de positividad, de satisfacción. Una caricia que permite que tu disgusto se torne en sonrisa. Un hálito de felicidad que ayuda a ir desplazando lo oscuro, lo negativo, lo que a nadie le gusta.

Dejando al margen todo lo sucedido en los últimos días, por no extenderlo a las últimas semanas, hoy me he levantado feliz. Una felicidad que me han proporcionado todas y cada una de las personas que me han apoyado, no sólo en las últimas 72 horas, sino en cualquier espacio de tiempo desde el pasado 3 de septiembre. Y es tan inmensa mi gratitud, que es imposible plasmarla en un papel, ni siquiera, describirla a través de palabras, mis palabras.

Nunca en un año tan solitario como el que me ha tocado vivir he sentido tanta muchedumbre a mi alrededor. Las nuevas tecnologías me han permitido sentir el apoyo de todas las personas que merecen la pena. Redescubrir amigos, adentrarme en la vida de conocidos, saber que muchas personas más o menos cercanas se han acordado en algún momento de mí. Y eso no tiene precio ni palabras ni gestos que ayuden a recompensarlo.

Gracias a mis ex compañeros de trabajo, que siempre han tenido un segundo para apoyarme. Tanto los que compartían el mismo techo, como los que me acompañaban día tras día en el microclima de la ciudad deportiva. Sin olvidar a mis chicos de toda España, a los que conocía a la perfección por nuestras conversaciones telefónicas (Nacho, Agustín...). A aquellos que compartieron redacción en La Cartuja durante unos largos e intensos cinco años, tanto los que se marcharon a otros medios (Samu...), como los que aún continúan luchando por el Correo (Bernardo, Clara...).

A esos amigos que un día compartieron sueños de adolescencia en la Calle Martínez de Medina y que, aunque la vida les ha alejado en el espacio y en el tiempo, han vuelto desde la red para mostrar su empuje (Fede, Macario, Patricia, Álvaro...) A aquellos que cruzaron sus caminos en la facultad (Dolores) o en la vida misma (Marta, Silvia, Alfonso...). A mis chicos del parque (Manoli, Ignacio, María, Puri, Isa, Leonor...)

A mis AMIGOS de toda la vida, los de Brenes, con los que compartí infancia, adolescencia y tantas y tantos momentos. Gracias, mil gracias, por estar ahí aunque nos veamos menos y estemos más alejados. No podría poner nombres y apellidos porque me llevaría hasta mañana. Y vosotros sabéis perfectamente a quiénes me dirijo porque me refiero a todos.

A Javi, Juan Pedro, Óscar, Víctor, Carlos, Ale, Maribel, Sandra, María, Salu, Blanca, Gabi. Por las copitas por el centro, por los encuentros navideños, por mi cumple, por la feria, por el encuentro gastronómico, por los partidos de España, por la final... Y por estar siempre cerca cuando se os necesita.

A Lorena y Manolo, por compartir con nosotros uno de vuestros mejores años. A Mª Ángeles y Manolo. Sin más, a secas, porque con decir sus nombres lo digo todo.

A mis chicos del Club de los Miércoles, con los que he compartido sangre, sudor y lágrimas, y donde he conocido a tanta gente que merece la pena. Mª Trini, Macarena, Anabel, Mª Carmen, Rubén, Juan, Ana, Rocío, Mª Dolores (Lola), Dámaris, Laura...

A mi familia. Sobre todo, a mi familia. Por ser la mejor familia del mundo. La carnal y la política. A mis padres, mis hermanos, mis abuelas, mis tíos, mis primos... A mis suegros, a Blanca. A Ito y a Jóse que leen mi blog y que permitieron que mi año de clausura oliera a azahar, a romero, a incienso, a lavanda... A Nala y a Scotty, que han estudiado conmigo cada tema, que han escuchado cada exposición, que me entienden con sólo una mirada y quienes fueron los primeros en consolarme cuando más lo necesité.

A todos aquellos anónimos, o amigos lejanos, o conocidos... que en algún momento han leído mis pensamientos, mis alegrías, mis frustaciones, mi felicidad, mi pena... desde esta humilde ventanita al mundo.

Y a ti. Porque sin ti la vida no tendría sentido. Yo no sería yo ni mi camino tendría recorrido. Por iluminar mi vida cada día, por levantarme siempre que me caigo, por confiar en mis posibilidades, por ver siempre lo positivo, por apoyarme en todo, por ofrecerme tu mano. Por ser tú. Por estar ahí. Y por aquel arco que construirte un otoño cualquiera.

Y a todas aquellas personas que me he dejado en el tintero pero que están en mi memoria. Sobre todo, los que me han iluminado desde arriba. Siempre.

Gracias, gracias, porque jamás merecí tanto.

viernes, 16 de julio de 2010

¿Y ahora qué?


Es el momento de sentarse a reflexionar y yo no sé si tengo las fuerzas suficientes para hacerlo. He pensado tan-to en este momento. He imaginado tan-to la llegada de este día. He soñado con tal variedad de registros y números, opciones posibles, situaciones factibles. Tanto, para nada.

¿Y ahora qué? Si alguien tiene la respuesta, por favor, no dude en mostrármela porque yo me he quedado sin argumentos. Es tal la ceguera que me inunda desde el fatídico mediodía que he perdido mi rumbo. Y duele, creánme que duele, tanto que es el propio dolor el que me tiene anestesiado el sentido. Me duele porque la vida es injusta. Me duele porque he renunciado a mucho para marcharme con los bolsillos vacíos. Me duele porque yo he demostrado más de lo que han querido ver. Me arde porque, como todo en esta vida, es injusto. Me escuece por los que, por mucho menos, han llegado más alto. Me mata porque, una vez más, me deja aislada, sin rumbo. ¿Habrá algún rincón reservado para mí? ¿Encontraré algún día mi sitio?

Yo no pido mucho. Nunca lo he hecho. No soy caprichosa, ni necesito lujos. Sólo pido que alguien me reconozca mi esfuerzo. Sólo quiero que alguien ilumine ese camino que siempre me han enseñado. Una vez me dijeron que el trabajo duro siempre es premiado. Una vez me enseñaron que el esfuerzo siempre tiene su recompensa. Desde pequeña me han advertido que los objetivos se consiguen con esfuerzos. Y, una vez más, se ha vuelto a caer la venda de mis ojos. Todo es una falacia, un cuento chino, una milonga. Puro teatro.

La vida es una mentira que alguien se inventó y que a otros le interesó seguir. De nuevo, vuelvo a saborear la hiel de la injusticia. La derrota moral. El dolor. Y no hay consuelo que me alivie el sufrimiento que hoy me embarga. Pero eso será hoy, sólo hoy. Porque no dejaré que esta angustia vuelva a estropearme el futuro. Toca reinventarse, imaginar nuevos destinos. Aunque, permítanme, que eso sea mañana.

miércoles, 7 de julio de 2010

Visita a la cuna del castellano


Al tiempo que comienzo a vislumbrar la luz al final del camino, no exenta de pavor y nerviosismo, mis pupilas han iniciado el modelaje de un merecido viaje estival. La idea surgió de la nada, empezó a contener visos de realidad cuando la hice pública a mi acompañante el pasado fin de semana y ya se ha convertido en un proyecto mutuo, que será madurado en breve.

Nuestro itinerario contendrá los términos de La Rioja y el País Vasco como puntos fuertes. De repente, por puro azar, como fruto de la casualidad, ha llegado a mí la inmensa necesidad de conocer la España riojana. La ruta del vino, el germen del castellano, el románico en su esplendor. Pero sólo, como aperitivo a esa Bella Easo que desde hace tiempo me reclama.

El norte de España tiene un magnetismo especial que, por contra, no repele a mis condiciones sureñas. Más bien, se erige como un complemento perfecto a mis raíces. Una visión diferente a mis recuerdos. Una magia que me enamoró desde que conocí Asturias en 2005. Allí dejé un trozo de mi corazón que recuperaré algún día, no demasiado lejano, espero.

Pero no podría alcanzar el norte sin mi medular perfecta. No entiendo la extensión de la geografía sin pasar, al menos, una jornada en Castilla, la Vieja, siempre Castilla. Allí donde todos ven la nada, yo proyecto mis imágenes. Atravesar pueblos de nombres infinitos, con calles sin asfaltar. Asfixiados por el sol castellano que castiga agosto. Esas plazas solitarias donde se celebraban los bailes estivales que describe Carmen Martín Gaite en sus obras. Esa España de la posguerra, machista, casi misógina, donde no hay cabida para la esperanza. Donde no existe la posibilidad de elección.

Ya saboreo en mi paladar el regusto almibarado de la ruta de la Plata, aunque con el resabio de la culpabilidad. No deberían existir distracciones, ni imágenes evocada, ni un más allá. El mañana empieza hoy y mi vida sólo existe para el próximo miércoles. Fin del trayecto.

martes, 6 de julio de 2010

Siete, ¿número mágico?




Apenas resta una semana para el final del trayecto. Siete días para alcanzar la gloria o digerir la hiel de la derrota. Siempre una derrota moral, como la que solía portar Don Quijote en sus regresos a casa. El siete siempre me ha parecido un número mágico. El siete es el número de mi tribunal. Los pecados capitales son siete. Los siete jinetes del Apocalipsis. Las siete columnas es el título de aquel libro de Fernández Flores. ¡Oh, ansiado tema 64 que nunca apareciste!

Ahora le temo a la nada. Al vacío. A la desorientación. A la ausencia de rumbo. Después de casi diez meses manejando este velero a través del mar de la oportunidad, temo la llegada a puerto. Me da miedo vislumbrar el embarcadero donde anclaré mi buque y, sin anestesia, darme de bruces con la cruda realidad. Todo o nada, ¿o medias tintas? Incógnita, realidad, al igual que aquellas obras de Pérez Galdós que me han acompañado hasta la fecha.

Echaré de menos ese mar inmenso de sabiduría. Añoraré el reto del trabajo arduo, la dedicación, los obstáculos. Y ya recuerdo con pena la ausencia porque no sé aún que me quedará en las manos. El tiempo, siempre el tiempo. Ése que juega en nuestra contra y, al mismo tiempo, marca todo nuestro devenir. Una semana más, y otros varios días para hallar la solución a tanto misterio. La gloria o el infierno.

¿Y qué habrá después de todo esto? ¿Qué será de mí? No concibo mi vida sin palpar el tema 52, mientros preparo los versos que adornarán el 38 y rememoro cada obra del 65. Horas y horas dedicadas a navegar por un océano que podría haber sido ficticio.

De cualquier modo, yo sé que ya no soy yo. Ese yo ahora mantiene adherido otras connotaciones. Se ha impregnado de la esencia de otras personas, de la sabiduría de otras mentes. Yo soy una nueva persona, la misma que abandoné a los 18 años. Aquella que se afanaba por aprender. Ésa que se fascinaba con unos versos. La que vibraba con horas y horas de estudio. Creo que éste es mi camino. Donde me siento plena, donde me siento yo. Donde no tengo que volver a preguntarme qué hago yo aquí, como aquellas mañanas al sol, ante las largas esperas para conseguir cualquier declaración banal de un personajillo sin formación.

martes, 22 de junio de 2010

Somos el tiempo que nos queda... y el que aún somos.


Ayer, por casualidad, me topé con este lienzo de Dalí que descansa inmanente en el MOMA de Nueva York. Lo he visto muchas veces, pero nunca antes me había parado a observarlo con detenimiento. Quizás, porque el surrealismo, en particular, y las vanguardias, en general, nunca han tenido demasiado atractivo para mi persona. Soy romántica y realista a partes casi iguales, creo, y el mundo onírico y del absurdo no casa en demasía con mis preferencias.

Fue su título lo que captó mi atención: La persistencia de la memoria. Fue su enunciado lo que me llevó a indagar en Internet -bendita fuente incansable de información- y a profundizar sobre su esencia.

Quiso el catalán marcar la cara más negativa del paso del tiempo, una nota que suena constante en la historia del arte en mayúsculas. Manrique, Quevedo, Unamuno, Machado... ¡Oh, la vie, la vie! Hoy, y sin que sirva de presedente, quiero romper una lanza a favor de este paso del tiempo. Hoy quiero alabar y exaltar el enriquecimiento que produce en nuestra persona el paso del tiempo. Hoy quiero gritar en mayúsculas que he aprendido más en el último año que en todo los cinco anteriores.

Extraigo, por tanto, ex concesso la idea que quiso plasmar Dalí en su mundo irreal y fantasioso. Mientras rezo por la persistencia de mi memoria, aquella que me permite dislucir sin complicaciones pequeños detalles de la vida que aún mantengo archivados como obras de cabecera.

jueves, 17 de junio de 2010

Para las personas que dejan huella


Ayer cerramos una nueva etapa y casi no he podido darme cuenta. Las clases en la academia ya forman parte de la historia. Esa historia que llevamos cargando sobre nuestras espaldas y que, por puro azar, por curioso destino, nos permiten lanzar lazos y unirnos por momentos a otras personas. Nos despedimos con un café, en el lugar de siempre. En el mismo establecimiento que nos ha visto, semana a semana, enfrentarnos a nuestro destino, ora ilusionados, ora deprimidos.

Observaba los rostros de los que han sido mis compañeros de fatiga durante estos nueve meses. Unos perfectos desconocidos en aquel mes de septiembre y ahora, sin embargo, demasiado familiares para tener que despedirme de ellos. No me había percatado de la importancia que adquieren las personas cuando te das cuenta que vas a perderlas de vista. Sufrí la misma sensación que me rondaba cada verano, cuando se acercaba septiembre y, después de mil aventuras, de risas, sol, mar y lágrimas, tocaba decir adiós. Llegaba el momento de romper la magia que crean los encuentros con fecha de caducidad. Entonces, decíamos adiós al verano y nos despedíamos también para siempre porque, si volvíamos a vernos, sin duda, ninguno seríamos ya lo que éramos.

Me matriculé en este centro confiada en mi objetivo, ése al que tendré que enfrentarme la próxima semana, aunque lleve pugnando con él desde el pasado mes de septiembre. Jamás pensé que me aferraría tanto a ese encuentro de los miércoles, nunca imaginé que sentiría hoy tanta melancolía por la pérdida, ni por asomo presentí que mi relación con todas y cada una de estas personas sería tan intensa como las que viví en aquellos veranos.

No sé cuál será el resultado de este proceso, no sé si obtendré la gratificación que he esperado desde que inicié este camino, pero hoy, al levantarme, he podido darme cuenta que ya he alcanzado muchos premios. Me llevo la satisfacción de sentirme realizada llevando a cabo este "trabajo" cada día, en la más profunda soledad, conmigo misma como propio enemigo. Me llevo la gran suerte de haber conocido savia nueva, grandes personas, cómplices sin parangón, aptos todos y cada uno de ellos para ejercer esa labor que tanto ansían. Me guardo las clases magistrales de las que he sido testigo, confiando, sin duda, que algún día presumiré de ellas porque no todas las personas que participan en tu formación dejan tanta huella como han dejado en estos nueve meses.

Me enfrento a la batalla, de nuevo, en la más completa soledad. Al igual que llegué. Así me marcho. Gracias a todos por representar vuestro papel en esta obra y permitirme que yo también llevara a cabo mi representación. Ahora que cae el telón, os lego mi más sincera bendición y toda la suerte del mundo en este largo peregrinar, yo seré la primera en esbozar una sonrisa cuando conozca vuestros éxitos. Que serán miles. El primero ya lo habeis cumplido conmigo. Gracias por estar ahí. Y, por qué no, me despido con la cita de un gran autor:

Ánimos, miles.

martes, 15 de junio de 2010

Vuela, mente, vuela


Llevo tanto tiempo invertido en un sólo propósito que he perdido la noción. No sé si sueño cuando estoy despierta o vivo realmente en esas imágenes que me depara la somnolencia. Tengo que exprimir la memoria para lograr separar un día de otro, puesto que vivo sumergida en un férreo horario, casi militar, que me tiene exhausta. Y lo que es peor, mi mente se autocastiga cuando no dedica su existencia a memorizar fechas, obras, teorías, autores y un sin fin de datos que navegan con o sin rumbo por mi cabeza.

Volar. Ahora quiero volar. Ése es mi próximo sueño. Volar en el espacio, en el tiempo o más allá de mi misma. Marcharme de este mundo circundante. Poner tierra de por medio. Desaparecer de mí misma. No ser yo. Ser otra persona. Imaginar una nueva identidad, otra nacionalidad, un objetivo distinto en la vida.

Ya no sé ni lo que quiero porque la mente no me permite dislucir la realidad de la ficción. A veces, despido el día más relajada, como si me hubiese permitido pasar la tarde paseando por rincones que admito, simplemente, porque mi mente así lo ha inventado. Y, sin embargo, tampoco ese día me he movido de casa. Cuándo empezó todo esto, en qué momento acabará. Cuándo comencé a ser yo misma o dónde dejé de ser yo.

Vuela, mente, vuela a lugares soñados. A paraísos imaginados. Sal de esta casa porque, de lo contrario, te volverás tan loca como ya lo estoy yo.

sábado, 12 de junio de 2010

Tierra a la vista


Dos semanas. Doce días más uno ¿Se han parado a pensar que nuestra vida está repleta de parámetros numéricos? Palpo mis temas manidos mientras pienso en los restantes, los que permanecen observando desde el estante, impasibles, mudos, olvidados, aletargados, desplazados, ausentes. Setenta y dos temas, nueve meses. Inspiro. Cinco opciones, variables, posibilidades. Vuelvo a girar la manivela de mi improvisado tubo de ensayo. Los números bailan. He tenido más suerte en esta tirada. La anterior me dejó descontenta. Espiro.

Un código númerico que ya lleva mi nombre. Un número de tribunal que aún se erige en incógnita. Las cinco características del apartado tres del tema que estudio. Las seis tendencias del género literario con más fuerza perlocutiva de ese siglo, determinado por los números romanos. Inspiro. Pienso en las horas previas, en el número de minutos que llevará el sorteo, mientras mi corazón palpita a la velocidad del rayo. Imagino las dos horas. El todo. La nada. Espiro.

Todos son cábalas, hipótesis, conjeturas que no llevan a nada. Mil posibilidades imaginadas, todas pensadas, ninguna digerida. Mis manos siguen dirigiendo el timón mientras, desde el punto de vigía, alguien ya ha gritado: "Tierra a la vista".

miércoles, 9 de junio de 2010

Cae la lluvia sobre junio


Cae la lluvia sobre junio
El espíritu de la mujer que ama
corre en tu cuerpo…
se desnuda en las calles

La vida en los rincones
sostiene el equilibrio del mundo
con un algo de Dios que asciende de las ruinas

Los hijos del hombre hacen su universo
sobre un barco de papel que se destroza
pero la alegría no está precisamente allí
sino en la proyección de otro universo

Nada debe detenerse
volverá septiembre y después abril
y los amigos que no acudieron esta primavera
estarán con nosotros en un invierno previsible

Amo este tiempo
donde los perros son sagrados
y los insectos titubean en los vidrios

Te amo a ti por efímera por susceptible al frío

La ciudad se ilumina para nuevas proezas

(Homero Aridjis)

Hoy he tenido la sensación de levantarme en otra época. El cansancio acumulado me ha hecho navegar por sueños profundos que te atrapan con ahínco sin permitir que puedas retornar a flote. Me ha costado separar los párpados y, cuando lo he hecho, he pugnado por discernir la realidad. Y esta realidad era la lluvia más allá de mi ventana. Una lluvia que me ha hecho rememorar ese largo invierno que ya recordaba con la misma duración que un suspiro. Las mañanas de dedicación, las tardes cortas pero intensas.

Un año más, junio vuelve a sorprendernos. Ahora, observa nuestra cara de atónitos mientras se desternilla desde su cubículo. ¿Una tregua en el centro de la batalla? ¿Un remanso de paz? ¿un castigo? Junio vuelve a ser junio y yo lo contemplo desde mi ventana, recordando que hace sólo un año, tal día como hoy, junio me abrasaba por las calles de Atenas. Oh!, ciudad helena.

domingo, 6 de junio de 2010

Y volví a ser cenicienta



¿Se han sentido alguna vez como Cenicienta? Yo sí. Hace apenas unas horas...

El reloj marcaba las 20:00 horas de un caluroso sábado 5 de junio cuando di por concluída mi jornada de estudio. Con cautela y cuidado, con la misma delicadeza con la que mimo a mi Phalaenopsis, cerré y amontoné los temas 7, 8 y 9 que se habían prestado a mi repaso rutinario. Clausuré mi habitación de estudios, como quien sella una gruta del tesoro, y me encaminé a convertirme, por una noche, en la princesa del cuento que un día fui. Necesité algún que otro truco capilar para ocultar mi desnivelado corte. Consulté en mi armario el modelo que debería lucir, no sin antes percatarme de la pobreza del mismo (algún día tendré que ir de compras). Empleé el maquillaje mágico que oculta ojeras y alguna que otra imperfección que acrecienta las horas de estudio. Y, voilà, ya estaba preparada para descender las escaleras (léase ascensor), encaramarme en mi carroza, tirada por hermosos caballos con espíritu de ratón y regresar a aquel majestuoso palacio donde un día, unos 12 meses antes, llegué a ser la reina del baile.

En la escalinata de acceso me esperaba el príncipe del cuento. Me tendió la mano para salvar la misma y, con miles de imágenes sucediéndose nerviosas en las pupilas, emprendimos la escalada paciente hacia el festivo salón. Ante nosotros, un suculento festín que bañamos con el mismo vino con el que brindaron nuestros seres queridos y alguna que otra lagrimilla recordando el tiempo que se fue y las mil y una aventuras que nos esperaban tras aquella jornada, 365 días antes. Tras el postre, salimos al jardín para comprobar los cambios que nos produce la vida. Nos aguardaba un paraje silencioso, a oscuras, nocturno, vacío, mientras yo veía la luz clara del día, la muchedumbre que se agolpaba a nuestro alrededor, el sonido de la risa y la felicidad, el colorido de los vestidos y complementos primaverales. Estábamos solos en el mismo lugar donde aquel día nos arroparon las mejores personas del mundo, las que han dado brillo a nuestras vidas.

Nuevamente, brindamos con el vacío por todos vosotros, pero en aquellos rincones ya no encontré las sensaciones que surgieron aquel día, ni el itinerario que se iniciaba sólo unas horas más tarde, ni el inicio de una nueva vida porque esa vida ya es la que me pertenece. Sonaban las doce campanadas y debía abandonar el castillo, con prisas, sin demora. Cenicienta volvería a ser cenicienta tras emprender el camino de vuelta y me aferraba a seguir viviendo aquel sueño...

Sonaron las doce campanadas y abandoné el castillo, me encaramé de nuevo a mi carroza, abandoné la muchedumbre, los sonidos festivos, aquel día mágico que siempre permanecerá latente en aquel lugar y que volverá a ponerse en marcha cada vez que acceda a su estancia. Y llegué a casa, y abandoné el maquillaje, y el vestuario, y los arreglos capilares... y volví a retomar los temas 9, 8 y 7. Mientras observo que mi par de zapatos descansan juntos en un rincón del armario y que el príncipe del cuento espera paciente a mi lado.