domingo, 15 de julio de 2012

Recordando el azul de sus pupilas

 



La vida está llena de visitas. Agradables. Desagradables. Personas que llegan, llaman a la puerta, giran sobre sus propios pasos y se van. Algunas entran hasta la entrada, saludan, otean y desaparecen. Otras, en cambio, prefieren sentarse a la mesa, conversar y repetir la acción día tras día, hasta la eternidad. Lo cierto es que, cuando escuchamos el golpe seco en la puerta, y abrimos las hojas de madera sin conocer el rostro de aquel que aguarda detrás, nunca sabemos la duración de ese encuentro. Fortuito o no, deparado quizás por el azar o esperado por siempre.

He conocido a cientos de personas en los últimos años. Mi trabajo me permite vislumbrar nuevos rostros cada semana, nuevas vidas, de diferentes nacionalidades, culturas; con diversas inquietudes, deseos. Personas que guardas en tu pequeña caja de secretos. Nombres que permanecen, otros tantos que se olvidan. Facciones que permanecen intactas en mi cabeza.

G. llegó a nuestras aulas por el mismo camino que el resto y, finalmente, se marcharía por idéntica senda. Apenas tiene catorce años y tararea el español con esa música gutural y suave que moldea la garganta de aquel que ha nacido en la antigua Galia. Nunca hablamos de gramática, ni trazamos frases ni corregimos errores, porque mi función con él traspasaba las paredes del aula. Nos citábamos cada tarde, junto a una veintena de adolescentes más, para adentrarnos en diferentes actividades que comenzaban por antiguas leyendas escondidas por rincones inauditos de nuestra ciudad y terminaban por paseos en el río al compás de una barca de pedales. 

Al final de cada clase, G. permanecía en soledad conmigo, agurdando que su tutor y responsable allende sus fronteras viniera a recoger sus pasos y a poner fin a esa jornada vespertina. A pesar de sus 14 años, no soportaba el silencio y, apenas sin preguntar, me trazaba su vida y todo aquello que había descubierto cada día. Encontró en mí a una confidente, a la que mostraba sus frustrados deseos de encontrarse cada noche con aquellos nuevos compañeros, de vivir aventuras en un país extranjero, de desplegar sus alas. Día tras día, veía como el resto de incipientes jóvenes contaban con libertad para volver a casa mientras él aguardaba custodiado su entrega.

Me fui acostumbrando a su presencia, a sus ojos claros escondidos detrás de esa modernas-antiguas gafas de pasta. A su corrector dental. A su inocencia. A su vulnerabilidad.

Es por eso que sentí una arañón en el alma cuando lo vi cruzar la calle por última vez. Nadie permitiría que sellara sus lazos de amistad con sus nuevos amigos. Nadie le daría vía libre para vivir su última noche en Sevilla. Todos se fueron y él permaneció aguardando un día más. Volvería a casa y prepararía su maleta antes de dormir, esperando ese avión que le devolvería a su verdadera casa. Mientras, en sueños, esbozaría la cita final de aquella variopinta pandilla. 

Su rostro cambió cuando sus padres postizos aparecieron en la escena. Pude deducir la desilusión que ellos le provocaban. El sabor agridulce que ellos le proporcionaban. Mientras su voz cantarina encontraba el sonido que dejan las lágrimas que nos empeñamos en esconder. Vi que sus ojos me pedían un permiso que yo no podía conceder, mientras sus "padres" describía a un G. sin inquietudes al que yo desconocía. Deseosos de empaquetar sus pertenencias y acompañarlo al camino de vuelta.

G. se despidió sin aspavientos, giró sobre sus pasos y cruzó aquella calle con semáforo, mientras yo le observaba con un desconcertante dolor en mi corazón. Sentí que haría cualquier cosa por defenderlo, por cuidarle, por arroparle; por preservar su inocencia, como una auténtica madre podría hacer con un hijo. Entonces se giró, esbozó una gran sonrisa y me dijo adiós con la mano. En aquel código secreto que habíamos estrablecido y que ahora yo estaba descubriendo, me transmitió mucho más. Lo que se transmite a una gran amiga, a una confidente. Casi a una madre. Gracias por todo, G.