viernes, 25 de febrero de 2011

Ya han llegado los vencejos


Hoy escribo por encargo, ¡qué falacia más real aquello de ganarse la vida con las letras! Tecleo y uno estas palabras porque alguien me ha pedido que desnude su alma en esta página. Y como no suele solicitar demasiado y, en cambio, ofrece mucho más de lo que él mismo sabe, aquí me encuentro a un suspiro de escapar del nido para inmortalizar su gozo, áquel que fotografían sus pupilas, a cámara lenta.

"Ya han llegado los vencejos", me dice sin más. Ése es su encargo, ésa es la misión que me encomienda, ésas son las palabras con las que me dicta todo este relato que pretende deslizar en esta página. Y no me queda otro remedio que descifrar su contenido mediante todas aquellas fórmulas y materiales de investigación que se encuentran a mi paso.

Tomo la lupa y observo que ha empleado el pretérito perfecto y que se incluye en el discurso, luego me habla de un tiempo que está siendo y que forma parte de su mundo circundante, también él mío, el nuestro. Esta idea la corrobora el adverbio de tiempo "ya" que ha elegido cuidadosamente para iniciar la frase. Pero, sin duda, lo que más información me aporta, el rema, el núcleo y el "quid" de la cuestión, la connotación más evidente la presenta mediante el sustantivo común y concreto: "vencejo".

Con esta última idea, voy deshojando aún más este misterio y observo que quiere decirme mucho más de lo que dice, afirma mucho más de lo que afirma luego, utiliza el acto ilocutivo para esconder su verdadero objetivo (¡Ay! Si me vieran Austen y Searle). Tiro de la pragmática como nueva arma de investigación y llego a la conclusión de que la solución se encuentra en este contexto cultural que ambos compartimos. Una vez más, nuestro mundo circundante, el que nos rodea, el que nos envuelve.

De todas las formas posibles que podría haber utilizado para indicarme que ha llegado la primavera (adelantada, claro, como ya indicó la marmota), se decanta por la llegada de las aves, como no podría ser de otra manera en una persona que las adora. Un jardinero o un amante de la jardinería te indicaría que están floreciendo las plantas o que ya comienza a oler a azahar en los cítricos (puedo corroborarlo a través de mi limonero). Quizás, alguien se percate por la dilatación del horario solar o tal vez, por cualquier otra curiosidad que otros muchos no conocen pero que a otros tantos resulta gratamente familiar.

Y, finalmente, desenvuelvo el envoltorio de este misterios con la ayuda del paralenguaje, la comunicación no verbal, el tono que ha elegido para proferir esta frase y puedo afirmar, a ciencia cierta, que es una noticia que le llena de gozo, de felicidad y que le alegra el alma. ¿Y a quién no se le escapa una sonrisa tonta ante una simple observación hacia el horizonte soleado en estos días?

Ya puedo liberarme de estos guantes que garantiza la objetividad y limpieza en estos lares, despojarme de las herramientas de investigación y vaciar mi mesa de trabajo para elaborar el informe definitivo, que así reza: "Ha llegado la primavera adelantada, cuando aún no se desplomado la página de febrero en el calendario, la misma que ya espera la cuenta atrás temblorosa, como cualquiera podría encontrarse si se hallara pendida de un hilo. Ha llegado la estación del renacer y su magia también penetra por nuestros poros y nos hace remontar el vuelo, resurgir, cambiar la piel y animar nuestro alma. Las plantas están a un hálito de florecer y el sol alivio cualquiera de nuestros males. Las tardes amplían sus horizones y los vencejos regresan a casa, alumbrando con felicidad su bienvenida. La vida sigue, pero aún es más agradable con el almíbar de la primavera en nuestro paladar. Saboreando, saboreando, saboreamos lo que aún nos queda por llegar sin perder ni un ápice de lo que nos está sucediendo. Llega la primavera y es hora de abrir nuestras ventanas".

Aquí acaba mi investigación, aquí ofrezco el procedimiento, aquí marco el resultado, aquí finaliza mi encargo. Sólo espero que el pago tenga lugar este fin de semana, en el paseo marítimo, con la caída del sol, ante la renuncia de los minutos, cuando las olas nos aseguren que en realidad, sí ha llegado la primavera.

viernes, 11 de febrero de 2011

El guardián del atardecer


Lleva varios días rondando por el barrio y yo le observo, desde la distancia, de forma invisible, con la misma invisibilidad que le acompaña a los ojos de los demás. Él no lo sabe, pero me he percatado de su existencia y ha entrado a formar parte de mi mundo circundante. Su presencia reclama mi atención desde la ventana, desde la puerta de acceso al edificio y en la lejanía, cuando mis pasos se van acercando a su quietud.

Aguarda paciente a la salida del supermercado. Nunca se sitúa en la puerta, en la dirección directa a la muchedumbre que entra y que sale, como una corriente fluvial que nunca cesa. No se sienta en el típico rincón que da acceso a la estancia. No aborda. Al contrario, prefiere tomar distancia, colocarse en un vértice poco simétrico y observar, seleccionar sus objetivos desde la oscuridad. La misma oscuridad que cubre su rostro, que le hace invisible, que le aporta seguridad. Espera y actúa.

No sabría determinar su edad, aunque me aventuraría a afirmar que ha traspasado livianamente la veintena. Tampoco podría identificar su procedencia, pero su tez morena me sugiere imágenes de algún desconocido país del Este. Calza unas zapatillas de andar por casa junto a un vestuario que no le haría diferente al resto de la sociedad. Es una persona joven, sin más, que pide limosnas a las puertas de un supermercado de barrio, siempre por la tarde, siempre al anochecer.

Quizás tiene una familia que se lo reclama, tal vez pase necesidades básicas, o puede ser que simplemente utilice la recaudación para sufragar sus vicios, esos que he visto quemar en su mano cuando el ir y venir de consumidores le da un pequeño respiro. Sólo son conjeturas, hipótesis, pensamientos que surgen al calor de una observación no demasiado exhaustiva en la caída de la tarde. Después de un largo día de reflexión. Uno más. Uno menos.

Y me intento mimetizar con su piel, situarme en su puesto, imaginar. Quizás algún día alguien podría verme como yo ahora lo observo a él. Tal vez, la vida me obligara a suplicar limosnas, a pedir ayuda, a olvidarme a la suerte de los demás. Entonces, me costaría un mundo colocarme en la puerta de cualquier supermercado, en el típico rincón que da acceso al recinto y, como mi joven desconocido, también aguardaría en la oscuridad para aliviar mi rostro, para ocultar mi vergüenza, para conseguir mi invisibilidad. Porque nadie sabe lo que nos viene de camino en el mismo instante en el que nos atrevemos a colocar etiquetas.

lunes, 7 de febrero de 2011

Tan fácil como dar pedales


Ayer palpé los colores de mi ciudad de una forma totalmente distinta, aventurera, mágica. No hicieron falta demasiados ingredientes. Sólo, una buena compañía, el calor del sol y el estreno triunfal de mi nueva bicicleta, la misma con la que entré de lleno en la inmensidad de mi nueva decena, de mi flamante ciclo. Fue como transitar con libertad por una dimensión paralela a la que contemplo cada día. La carretera, el fluir del tráfico, el caminar de la gente, el bullicio... de un lado. Nosotros, del otro.

La brisa de la mañana golpeando en tu rostro mientras pedaleas, la visión de una estampa familiar vista desde un ángulo desconocido, al ritmo del pedal. Calles inéditas, barrios ocultos y el pedaleo, siempre el constante pedaleo. Otros ciclistas que te adelantan o a los que aventajas en cualquier recodo factible de esa serpiente serpenteante de la que ahora formas parte. Como si se tratara de un club secreto donde acabes de iniciarte. El asfalto atravesado con una piel distinta.

Y hoy sólo pienso en repetir, como cuando era niña y llevaba la bici tatuada en la piel. Aquella que me permitía recorrer palmo a palmo cada rincón de mi pueblo, aquella que me facilitaba compartir la vida con mis amigos y adentrarme en mil aventuras, imaginar, soñar. De nuevo, eché una mochila a mi espalda, como aquellas tardes en las que imagínabamos una exploración sin precedentes. El camino de la estación nos conducía siempre a un mundo nuevo, repleto de rincones anónimos nunca descubiertos, caminos surgidos de la nada o eso pensábamos en la inocencia de nuestra infancia mientras hacíamos girar el pedal y echábamos atrás esas tardes demasiado largas.

Entonces, atravesábamos angostas veredas enmarcadas por fincas con perros hambrientos y agresivos que ladraban sin cesar a nuestro paso, hectáreas de naranjos que nos cobijaban cuando decidíamos hacer un alto en el camino y descansar a la sombra, cortijos abandonados y derruidos donde veíamos fantasmas e imaginábamos historias truculentas, sin ni siquiera pensar en la opción del descuido puro y duro. Caminos pedregosos que, a veces, nos castigaba con alguna caída, encuentros desagradables con exploradores de otros barrios y, sobre todo, escuela, que nos perseguían con el objetivo de gastar bromas demasiado pesadas. Y al fondo, siempre al fondo, como última parada y fin del trayecto, donde siempre tocaba dar la vuelta y regresar a casa, dar por concluída aquella tarde de exploración y aventuras, poner punto y seguido a nuestras escapadas, siempre en el horizonte... el Guadalquivir.

Su estampa hipnotizaba, hacía detener el tiempo, captaba nuestra atención. El siempre fluir del agua, a nuestros pies, podía hacernos callar durantes unos minutos, paralizarnos y mimetizarnos con la naturaleza. Aquel río que pasa por nuestro pueblo y que, al parecer, es aquel río de tal importancia que ha aparecido siempre en nuestros libros de texto, permanece latente en mi pupila pese a que hace casi una década que no contemplo su vista. Esa vista que me permitía contemplar mi vieja bicicleta.

Ya no transito por los arduos caminos de mi pueblo, ni las tardes son tan largas, ni poseo mi antigua bicleta, pero ayer volví a tener diez años y a sentir la magia especial que aporta el simple girar de los pedales. Cambié la ciudad por el campo, los diez por los treinta, el Guadalquivir por Sevilla... pero, en el fondo, continúo siendo una exploradora que busca caminos desconocidos, rincones intransitados y, por qué no, imaginando historias fantásticas que sólo están en mi cabeza. Suerte que tú también las compartas conmigo porque, aunque no me lo dijeras con palabras, pude leerlo en tus pupilas, descifrarlo con ese código que sólo conocemos nosotros. El que nos enseña el pedal.