domingo, 6 de mayo de 2012

UN JUGLAR EN EL SIGLO XXI

 

Llueve furiosamente en Córdoba. Con dolor, con saña. La primavera se resiste a aflorar por nuestras almas, mientras el cielo se desploma y no duda en caer sobre nosotros, como una manta de agua, como un océano que abandona la calma. Como si ya no hubiera mañana. 

La techadumbre del patio de los Naranjos osa a refugiarnos. Nos abriga, como cientos de años ha cobijara a otros tantos, con independecia de su religión, con la simple razón del amor a la cultura. La lluvia no se apacigua pero el verdor de los naranjos que han abandonado su flor comienza a calmarnos y la paz que siempre respira La Mezquita nos tranquiliza, nos seda, nos envuelve, nos atrae, nos traslada a otra época, nos embriaga.

En ese momento, la historia de la ciudad milenaria, las líneas de aventuras y desventuras que he repasado con paciencia bajo la luz del flexo comienzan a quemar mi garganta. Se hace el silencio, una treintena de pares de ojos me observan, con atenta mirada, con curiosidad, con expectación, con dudas... Saborero los sonidos, las pausas, el meloso sabor que supone la información, el conocimiento. Y no tengo ningún temor para lanzarlos al aire, convertir mi memoria en sonido, atravesado por el aire, acompañado por el sonido de las gotas que tintinean la atmósfera, desde el infinito hasta el suelo.

Noto que mi narración capta su atención, lo veo en el rictus de sus labios, en la abertura de sus ojos, en la posición que adoptan sus cuerpos. Puedo despertar una sonrisa, justo cuando deseo que sucedea; sé como convertir esos rostros en asombro o en alegría; noto el suspense cuando me afano en que acontezca y puedo alargar la espera justo hasta el punto en el que la tensión puede caer en la desgana. Ellos me escuchan y yo gozo de su escucha, ellos me esperan y yo disfruto con su espera.

Nunca, jamás, pensé en aquel don. En ningún momento pude imaginar que mi voz, modulación y narración tuvieran aquella magia, aquel efecto en los demás. Y cada vez que despliego la varita, que tomo mi flauta y comienzo a tocar, me enorgullezco de haber descubierto esta habilidad desconocida que me hace sentir especial, viva y única. Me gusta enseñar y que otros aprendan. Me gusta convertir mis conocimientos en saber hacia los demás, y me encanta que todos disfruten con ello.

Tengo capacidad para atraer a la narración, para reunir a los oyentes, para hacer el silencio entre la multitud mientras escuchan todo aquello que tengo que decirles, mi verdad, a mi manera. Sé que me buscan cuando me conocen y esperan pacientes todos aquello que les tengo que contar, que les quiero dar a conocer, que les moldeo con mi voz y mi acento. Y no dudo en pensar que, quizás, por qué no, un día fui un juglar, que se paseara de forma itinerante de pueblo en pueblo, esperado por las masas, anhelado por todos. Reuniendo a las familias para transmitir información, para endulzar los oídos. Sólo para disfrutar de ello, para sentir la utilidad y renunciado a esa riqueza que jamás estará en nuestras arcas. Ni en el siglo XIII ni en el XXI. 

Sólo escuchen...