jueves, 3 de octubre de 2013

Cambio de piel



Inicio este escrito, este reencuentro, este regreso, sin saber con certeza cuándo lo terminaré. Los quehaceres se agolpan a mi alrededor. Mire donde mire, hay trabajo, necesidad de mi mano, organización, limpieza, orden. Vivo sin vivir en mí desde hace casi seis meses y justo ahora, en este instante, he decidido parar en seco y reencontrarme contigo, conmigo. La necesidad de escribir me llama con ahínco de un tiempo a esta parte. Primero fue un susurro, más tarde, una llamada de alerta; y ya lo percibo como un grito que ensordece mi estancia. Las musas, quizás, han vuelto. O he regresado yo, en soledad, siendo sólo una.

Vuelvo yo, pero ya no soy yo, porque soy otra. Aquel mediodía gris que se despejó de sus despojos abriendo una soleada tarde, dejé de existir para renacer. Me quedé en aquella camilla fría, rígida y dolorosa. Desde las 16:10 de aquel primaveral 5 de abril, todo ha cambiado. Los cimientos de mi vida, el pensamiento, el orden de prioridades, mi forma de ver a los demás. Aquella asustadiza, pesada y necesitada chica se evaporó al tiempo que cortaban el cordón umbilical, junto al líquido amniótico que desaparecía del interior, con la extracción de la placenta. Miré mis piernas inertes e insensibles, el rojizo color que tintaba las sábanas y me sentí un envase que debe ser desechado. Un cubículo que ya ha cumplido su cometido.

Me quedé vacía y sola, a sabiendas de que nunca volverá esa compañía. Dejé de sentir sensaciones que ahora ya casi no recuerdo y me convertí en lo que ahora soy y que no era. Aquella que se despidió en la fría entrada de un ascensor de hospital, se ha ido para siempre. La que se sentía acompañada en aquella habitación desconocida ahora sólo recuerda con horror aquella estancia. Todo ha cambiado. He mudado mi piel. Me he transformado. Y ahora sólo me queda empezar a conocerme.