viernes, 23 de abril de 2010

La familia... y algunos más

No hace demasiado tiempo plasmé en este blog el gran descubrimiento que había supuesto para mí la primera visita a un vivero, la adquisición de nuestras primeras plantas y, por ende, la introducción o primera aproximación a la jardinería. Algunas semanas después, y tras observar que nuestras majestuosas adquisiciones sólo suponían una parte ínfima de unas terrazas infravaloradas, regresamos al lugar del crimen. Llegábamos ilusionados, con la intención de poblar completamente nuestra estancia y con la mejor de las compañías. Sólo puedo decir que prácticamente hemos conseguido nuestro objetivo. Les presentó, así, a nuestra nueva familia.



Buganvilla, dama de noche y limonero



Buganvilla.



Pacífico.

Lavanda, margaritas y romero.

Tomillo limonero, tomillo, santolina y orégano.


Hierbabuena, albahaca, vinca y melisa.


Incienso, salvia y margaritas.

jueves, 22 de abril de 2010

Donde habite el olvido


Apenas contaba con 15 años, la inocencia por bandera y miles de ilusiones y sueños por cumplir. Tan sólo tenía 15 años cuando me encontré aquel regalo abandonada a la nada, esperando, palpitante casi en el amanecer de una luminosa mañana de junio. Desde la lejanía del jardín de casa vislumbre un sobre amarillento, desconocido, impasible, que esperaba paciente debajo de la puerta. Era demasiado temprano para que nos hubiese visitado el cartero y, lo que es aún más insólito, no era el día adecuado para que el personal de correos realizara su trabajo como cualquier jornada. Temerosa y sorprendida a la vez, me fui aproximando hasta su presencia, feliz por ser la descubridora de aquella misiva y, al mismo tiempo, complacida por ser precisamente yo quien recogiera aquella carta que, además, llevaba mi nombre. No tenía sello ni señal de haber viajado a través del correo ordinario. Alguien la había depositado por debajo de la puerta, anónimo, clandestino, demasiado temprano o demasiado tarde.

Como quien tiene algo que esconder, observé con recelo hacia mi derecha y posteriormente, hacia mi izquierda, y sólo cuando me percaté de que nadie contemplaba la escena, opté por rasgar el sobre y leer su contenido. Aquella letra me era familiar, conocidísima, casi de cabecera, y no pude reprimir la risa al imaginar al autor de aquellas letras trazando su contenido y la secuencia que le acompañaría hasta traerla a casa. He aquí lo que encontré:

Cendal flotante de leve bruma,
rizada cinta de blanca espuma,
rumor sonoro
de arpa de oro,
beso del aura, onda de luz,
eso eres tú.

Tú, sombra aérea, que cuantas veces
voy a tocarte te desvaneces.
Como la llama, como el sonido,
como la niebla, como el gemido
del lago azul.

En mar sin playas onda sonante,
en el vacío cometa errante,
largo lamento
del ronco viento,
ansia perpetua de algo mejor,
eso soy yo.

¡Yo, que a tus ojos en mi agonía
los ojos vuelvo de noche y día;
yo, que incansable corro y demente
tras una sombra, tras la hija ardiente
de una visión!


Gustavo Adolfo Bécquer en estado puro me aguardaba en el interior, con la reconocida rúbrica de aquel maestro: tu abuelo, F. S.

Fue la mejor forma que encontró para felicitarme por las notas que acompañaron a mi primer año en el nuevo y prestigioso colegio. Aquel lugar donde comencé a crecer como persona, el que labró con minuciosidad mi futuro, el que me abrió las puertas del conocimiento, el que me condujo por mágicos senderos y, aunque él nunca lo supiera, el que me descubrió el amor. Y agradezco tanto aquel gesto, misterioso, sorprendente, original, único, tan parecido a él, que aún me estremezco cuando recuerdo aquella escena.

Es por este motivo, entre otros, por el que siempre me he sentido atraída por Gustavo Adolfo Bécquer. He aprendido sus rimas de memoria y sus palabras se me agolpan como recursos en momentos insólitos, como caprichosos niños que ríen y pugnan por salir al patio del colegio. Siempre ha estado ahí, a cualquier edad, en cualquier momento. Como aquel día que llamó a mi puerta, justo cuando más lo necesitaba, apareciendo de la nada...

...Restaban unos meses para concluir aquel cuarto año de carrera, nuestro último curso. Apenas quedaban unas asignaturas para alcanzar la licenciatura y pasar a una nueva fase de nuestras vidas, desconocida, y no por ello menos mágica y atractiva. Arrancaba el último cuatrimestre de nuestra última primavera en aquella facultad y, entre otras, debíamos cursar como obligatoria la disciplina de "Periodismo de investigación". Sí, esos resportajes que usted suele ver últimamente en televisión, agazapado en el sofá de su casa y que merecen un posterior comentario si ha logrado el objetivo de conmoverle o, por el contrario, pasar al olvido como quien pasa una página.

Por parejas, uno de los mejores docentes que he podido disfrutar en la carrera, nos asignaba temas desconocidos, moldeados por él, enigmáticos desde su título. Llegó nuestro turno. Nos acercamos a su mesa impacientes y la sorpresa no se contuvo. Desplegó un papel cuartilla donde podía leerse José Abad. Ambas, nos miramos estupefactas. No teníamos ni idea de lo que significaba aquel nombre, por lo que habría que comenzar desde cero. Tengo que confirmar que, desde el principio, el tema no me atrajo en absoluto. Esperaba algo más contundente que un simple nombre desconocido.

Tuvimos que rastrear durante varios días para conocer que se trataba de un ceutí, amigo de nuestro profesor de aquella materia, ya fallecido, y cuya única familia residía en aquella ciudad norteafricana. ¿Cómo podríamos llevar a cabo aquella investigación tan lejos de casa? Y, lo que es aún peor, tan inexpertas. Recuerdo que me marché a casa con tristeza y desánimo por aquel trabajo que había despertado tantas expectativas en mí y, al mismo tiempo, me había desilusionado tanto. Y aquel mismo día, casi por casualidad, quizás porque fue protagonista indirecto de alguna conversación, tal vez porque acudió a mi mente, como tantas y tantas veces, supe dar un giro y la situación y buscarle una solución a aquella historia.

Descolgué el teléfono y llame a mi compañera: "Nuestro tema será Bécquer". Sorprendida, me pidió que repitiera lo que le estaba diciendo. Era totalmente comprensible, qué gran descubrimiento íbamos a realizar dos pipiolas, aún por licenciar, de un genio de la literatura que falleció más de un siglo antes de que ambas naciéramos. Pero lo fue, nuestro tema se centró en Bécquer y realizamos un gran descubrimiento, aquel trabajo alcanzó la máxima nota y, desde entonces, Gustavo Adolfo permanece grabado en nuestros corazones como un sello de identidad que nos une a ambas.

Ella suele explicar aquella historia que descubrimos cada año, justo cuando le toca ahondar en el Romanticismo en 4º de ESO. Y, como he optado por seguir sus pasos, también espero referirme a la misma cuando tenga la oportunidad de estar en su idéntico lugar.

Pero aquella historia mágica que nos une a ambas como a un club secreto aún tendrá que esperar...



lunes, 19 de abril de 2010

Siempre nos quedará París.


Han pasado casi seis meses desde que regresamos de la "Ciudad de la Luz", de aquel viaje iniciático hacia el interior de mí misma. Una visita puntual que significó un antes y un después, un punto de inflexión en mi nueva vida. Un motivo más para aferrarme a mi nueva decisión. Un ejemplo más, si ello fuera necesario, de mi abandono, mi actual naugragio y las muchas millas que llevo nadando para llegar de nuevo a la orilla, a la playa adecuada, a la tierra verdadera y adecuada. A mi verdadera vida.

Han pasado seis meses desde que abandonamos el símbolo del Modernismo, via Charles de Gaulle pero, con sólo tornar un poco los ojos, con abstraerme tan sólo unos segundos de la realidad, puedo rememorar, casi de forma sinestésica, como nos detallaba el propio Baudelaire, las mil fomas y sentidos de las calles de París. Sólo me hace falta parar un momento para que la fresca brisa del Sena vuelva a golpearme levemente el rostro. Abandonar un instante los sentidos para pasear sin prisas desde Victor Hugo hasta los Campos Elíseos y sentarme a descansar en la Madelaine.

Pienso que la primavera, al igual que los albores del otoño que nos tocó vivir, seguirá siendo gélida en la capital francesa y, por este motivo, he vuelto a incluir aquel gorrito de lana que adquirí en las inmediaciones de Notre Dame, justo cuando la magia del corazón parisino comenzaba a embaucarnos, abrigarnos y dirigirnos hacia la maravilla de una ciudad infinita, compañera del alma, punto de destino y siempre retorno. "Siempre nos quedará París", afirmaban en aquella película de culto. Y yo vuelvo a dejar abierto el billete de regreso, aunque vuelva a sumergirme en su atmósfera siempre que estimo oportuno, cada vez que lo necesito, sólo con cerrar los ojos y dejar volar mi imaginación.

Cuando comienzo a visualizar la recta final, justo cuando empiezo a preguntarme cómo hemos gastado el tiempo con tremenda premura, vuelvo a recordar París. Quizás, observo los Campos Elíseos como la meta, al igual que nuestros mejores ciclistas ante sus mejores hazañas. Tal vez, porque las líneas de mi repleta documentación me lleven una y otra vez hasta la capital del Sena por sus numerosas veredas. Todos los caminos conducen a Roma, para mí, también a París. Puede ser, que se convierte en el premio a mi afanada tarea, con independencia del galardón que obtenga tras la prueba de fuego.

Sea como fuere, París ha quedado impregnada en mi retina, en mis sueños, en mi día a día, en los mejores acordes, en las embriagadoras melodías, en las ilusiones idealizadas, en mi pasado, presente y futuro. Y opto por concluir estas reflexiones sentada frente a la Torre Eiffel o tomando un café en la plaza del Museo Pompidou, mientras poso para un pintor en Monmartre o saboreando un chocolate muy caliente en Victor Hugo... y todo eso, sin salir de casa.





martes, 13 de abril de 2010

Almizcle de madera y pergamino


Ayer, por necesidad, me adentré en el corazón y las entrañas de un barrio al que aún no acabo de detectar el sabor. Este afanado y solitario trabajo que emprendí el pasado mes de septiembre, justo cuando puse los pies en este nuevo terreno, me ha impedido palpar su textura, percibir su melodía, reconocerme en sus calles y recovecos.

Me encuentro sumergida en plena vorágine de recopilación de documentación, papeles, fotocopias, resguardos y mil requisitos necesarios para grabar mi nombre a fuego en esta desconocida aventura desde cuya senda, y muy a mi pesar, comienza a vislumbrarse el final del trayecto. Y justo en esta afanada tarea, casi por casualidad, sin premeditación ni alevosía, me tope con mi ídilico sueño, mi platónico deseo, sin duda, una sorpresa bastante agradable. La calle que sirve de pulmón y motor del barrio, donde la muchedumbre alza sus decibelios a cualquier hora del día, en el lugar donde los negocios no descansan. se erige silenciosa y tremendamente enigmática mi nueva librería. Como aquel antiguo efecto barroco, al igual que la táctica animal, aquel mágico lugar oculta en su interior lo que intenta obviar desde el exterior, en su fachada.

Desde que puse el primer pie en aquella estancia supe que era bienvenida y que, sin ninguna duda, volvería pronto. Los libros se agolpaban en las estanterias sin necesidad de orden, apilados en cualquier rincón, sobre el mostrador, en un expositor de promoción que suelen regalar las editoriales... en cualquier rincón se podía y puede respirar literatura. Aquel lugar tenía todos los condicionantes para que el tiempo se parara, como suele ocurrir cuando accedo a estancias similares en otros rincones de la ciudad que ya tengo fichados. Al igual que ocurriría en aquella biblioteca mágica que guardo en mi imaginación, en mi deseo, y donde pasaría con plena felicidad el resto de mis días, atendiendo a mis clientes, aconsejando ejemplares, animando a los nuevos lectores... si ese sueño algún día pudiera hacerse realidad.

Esa librería idílica sería de madera, y ese aroma, en combinación con las distintas ediciones de papel que albergaría la estancia serían su sello de identidad, el que llevaría impregnado en el pelo y en la ropa, casi el nombre y apellido de mi rincón mágico. Aquel pedacito de mí estaría abierto a cualquier lector, con un lugar especial para los más pequeños, donde se reunieran todos los ingredientes que les condujera a iniciarse en este ritual que rige mi vida. Allí podría palpar cada ejemplar, olfatearlo, sentirlo, como suelo hacer cuando adquiero un nuevo libro, una costumbre que despierta la curiosidad y la risa en los más cercanos.

Cruce los dedos para pasar desapercibida y hacerme invisible, para contar con todo el tiempo del mundo y poder recorrer cada recóndito espacio de aquel nuevo descubrimiento. Sin que nadie me viera, sin ser jamás atendida, conseguir mimetizarme con las cuatro paredes, ser abducida. Pero llegó mi turno con más premura de lo que hubiera querido, fui atendida y tuve que marcharme con mis folios de colores bajo el brazo. Eso sí, no sin antes llevarme adherida su tarjeta de visita, su aroma impregnado, su imagen en la retina y sientiendo que siempre me había estado esperando. Volveré.

* La imagen que incluyo en esta entrada no está sacada de ninguna película de Harry Potter, aunque J.K. Rowling se inspiró en ella cuando escribió su saga. Se trata de la librería Lello e Irmao, de Oporto. Algún día, sin duda, la visitaré. ¿Alguien me acompaña?




viernes, 9 de abril de 2010

Extraños



De repente, ese sonido que desprende la llave tras rasgar la cerradura ya no es la melodía que acostumbran a percibir nuestros oídos. Ya no. El aroma que rodea la estancia, un día manida para nuestros cinco sentidos, no guarda semejanza con el ambiente que ahora nos acompaña, día a día. La vida nos cambia de la noche a la mañana y, pese a todo, nos erigimos como animales de costumbres que consiguen adaptarse a to-do, bueno o malo, mejor o peor, siempre diferente.

Las vicisitudes de la vida me han conducido a recuperar mi trascurrir del pasado, sólo por unos días, sólo por unas horas, únicamente de prestado. Y allí estaba yo, la de antes, en el lugar de antaño, pero convertida ya en una persona distinta. Extraña. Volver a la que un día fue tu casa ya no es rutina, ni un elemento más del día a día, es una extrañeza que te lleva a reflexionar. Sin quererlo, sin proponértelo, sólo por unas horas, vuelves a recuperar el horario y costumbres antiguas. El paseo por el parque que acostumbrabas a visitar a diario, donde encuentras aquellas personas queridas que ocupaban tu día a día y que ahora sólo ves casi por casualidad, el saludo de algún conocido, la muchedumbre y actividad que ahora quedan lejanas... Volver siempre es reencontrarte con lo que un día fuiste y descubrir lo que ya no eres.

Hace no mucho tiempo me encontré por la calle, casi por casualidad, con un rostro conocido. Lucía el pelo mucho más corto de lo que yo conocía y su tez se había endurecido con el paso del tiempo. Había cambiado su ropa alternativa, de mercadillo, por una vestimenta formal de esas que te otorgan el calificativo de "señor" y por la que nadie te miraría jamás con malos ojos al entrar en cualquier establecimiento. En cuanto lo observé, en cambio, mi memoria extrajo la imagen de un chico bastante distinto, en un contexto completamente diferente...

... eran días de asueto, libertad, disfrute y todos aquellos calificativos que se pueden acompañar a un verano adolescente en la costa. Ambos formábamos parte del mismo grupo de amigos, inmenso, enorme, que cada verano se reunía con las mismas ansias de reinventar el periodo estival. Esos días con total ausencia de responsabilidad, de canto a la diversión por la diversión que jamás volverán a aparecer por mi vida, ni por la suya. Entonces, con 12 años menos, experimentaba una diferente concepción de la vida. Su pelo se recogía en una coleta, jugaba al diábolo en la arena durante un tiempo infinito, contaba hazañas que rozaban lo ilegal y siempre había más de una asignatura enquistada que le perseguía, sin éxito, durante todo el verano.

Éramos diferentes, pero compartíamos similitudes, amistades, necesidades de la edad y, sobre todo, esa especie de cariño que se le otorga al grupo, a la tribu. Seguro que guardamos en la memoria las mismas anécdotas de aquellos intensos y vastos veranos que comenzaban en la playa a la luz del día y culminaban en la playa en la madrugada...

No pude más que acercarme con jovialidad, con la misma inocencia que gastaba a los 17 años, como si su presencia volviera a acercarme a aquellas añoradas vacaciones y, por arte de magia, nos condujera a ambos a la arena de aquella playa. Sin embargo, negó conocerme o, al menos, acordarse nitidamente de mí. "Lo siento, cómo dices que te llamabas". En cambio, sólo tardó unos segundos en explicarme como había cambiado su vida. Sin nombrarlo, quiso dejar claro que ya no era el chico de antaño. A base de talonario, su padre había conseguido librarle de aquellas asignaturas sempiternas, lo alejó de su ambiente alternativo internándolo en la capital y ofreciéndole una carrera universitaria que le ha otorgado un buen trabajo. Ésa fue mi deducción, obviamente, su narración fue mucho más ornamentada.

Aquel corto monólogo concluyó con la misma "falsa ignorancia" hacia mi persona con la que se inició. "Siento no recordarte", mintió nuevamente de forma descarada. Y se marchó con el mismo paso firme, su indumentaria de adulto, su peinado diferente. Queriendo parecer un extraño pero sin poder esconder a aquel joven con melenas que jugaba al diábolo durante la puesta de sol, en la playa.