jueves, 14 de octubre de 2010

Un encuentro victoriano


Aguarda sentado en una silla pequeña, como su figura. La toma del revés, apoyando sus brazos en el respaldo. Una postura cómoda que le permite cerrar los ojos y retomar el primer sueño del día, por la mañana, cuando aún restan varias horas para almorzar.

Lo observo desde la distancia que otorga el desconocimiento, la falta de confianza, el respeto. Pregunto a mis allegados de quién se trata, pero nada pueden decirme al respecto. La curiosidad que yo siento en este momento no habita en sus moradas.

Sigo el caminar pausado con el que mi abuela me muestra su nuevo hogar, el que se ha empeñado en escoger, por el que ha abandonado la que fuese su casa durante más de cuarenta años. La novedad le hace feliz y, al mismo tiempo, ha dejado inmersa en una ya conocida tristeza a su familia, la mía, la nuestra. Sin embargo, se muestra satisfecha por compartir habitación, estancias y vida con un puñado de desconocidos que ahora son su día a día, su vida. Deshace la cama para mostrarme las sábanas, blancas, sin ningún atractivo; pero con el inmenso valor del que todo quiere valorarlo, cuando nunca antes jamás lo ha hecho.

La habitación está repleta de fotos de desconocidos, familiares de su compañera de sueños. Algunos peluches dan un toque juvenil a la estancia y un aroma acogedor que me sorprende. Ella también quiere fotos, pero las pide sin pedir, únicamente por la competencia ante una pared que también considera suya. Sólo ha llevado consigo una imagen antiquísima que reposa en el cuadro que enmarca su cabecero. Una foto de otros tiempos, gris, amarillenta, donde un joven deja constancia de su paso por el servicio militar. Con una composición mental, puedo imaginar que esos finos rasgos un día pertenecieron a mi abuelo. Quien le iba a decir a él justo en aquel momento, cuando posaba vestido de militar en tierras canarias, sonriente, con toda la vida por delante, que aquella foto acabaría alojada en aquel lugar.

Nos detenemos en la entrada, recibidor para las visitas, cuando vuelvo a encontrarme con su rostro, duro a la vez que blando, agravado, tallado por el paso del tiempo. De nuevo, está sentado, pero esta vez mira al frente, impasible. No puedo resistir la tentación de levantarme e interesarme. Me dice su nombre: "Manuel", el mismo que llevó a gala aquel joven de la foto que descansa en la cabecera de mi abuela, un legado depositado en sus nietos. Tiene 86 años y me dice orgulloso que es sevillano, de la calle Feria y, muy importante, hermano de Monte-sión. Este dato ilustra su vida y le causa dolor, porque ya son varios años sin poder presenciar a su virgen del Rosario por las calles hispalenses. Yo le hablo de mi familia, de mi pueblo -donde ahora se encuentra y el que desconoce-, de aquella estancia que comparte con mi abuela y él asiente, con su mirada al frente.

Llega la hora de marcharnos y también me despido de Manuel. Le deseo lo mejor en esos días y le sugiero que nos volveremos a ver cuando vuelva de visita. Él, de forma muy cortés, me pregunta por mi abuela y sus impresiones ante su nuevo hogar, siempre hablándome de usted, como si no nos separaran casi 60 años. Me da la mano en la despedida y vuelve a sumergirse en sus pensamientos. Y yo recuerdo las estampas de Orgullo y Prejuicio y Emma de Jane Austen, como si aquel encuentro cortés, victoriano y decimonónico hubiese tenido lugar en pleno siglo XXI.

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