lunes, 16 de marzo de 2015

Te echaré de menos siempre


Hoy hace siete meses que te marchaste para siempre. Desapareciste. Me abandonaste. Y hasta ahora no he tenido el valor suficiente de enfrentarme a las teclas y trazar con palabras lo que todo esto ha significado para mí. Porque siempre que realizaba esta banal tarea estabas a mi lado. Porque el rítmico sonido de mis dedos apretando estas pequeñas piezas de material iban acompasados con tu respiración agitada, algún que otro ronquido relajado y el soniquete animal de un cambio de postura en el confortable cojín. Porque duele despedir a tu mejor amiga. Porque admitir que ya no estás me hace demasiado daño.

Miro hacia atrás y no te encuentro. Pero si cierro los ojos, vuelves a aparecer sin el menor rastro del olvido. Puedo rememorar el tacto de tu lomo, el calor de tu piel rosada, la frialdad de esa naricilla de color chocolate que todo lo husmeaba. Ese rabillo inquieto que jamás paraba. Sueltas un ladrido nervioso que delata tu raza. El cariño de tus besos inagotables y reconfortantes. Una pata que aparece como quien tiende una mano. La cabeza apoyada en mis rodillas. Tu olor. Tu presencia. Y me parece increíble estar escribiendo todo esto y no tenerte cerca.

Me negué a aceptar tu edad y tus achaques. Pensé que aún eras joven y enérgica hasta que te tuve sin fuerzas en aquella fría y metálica mesa que improvisaba tu mortaja. Me miraste y me lo dijiste todo. Aquel era el final. No habría más capítulos. Y yo no podía admitir lo que estaba pasando. Me diste tu último aliento, me esperaste hasta el último suspiro. Soportaste en silencio tu temible pesar hasta que la evidencia nos lo hizo palpable. No diste problemas. No avisaste. Mantuviste silencio hasta que llegó el momento, Como siempre habías hecho. Estoicamente. Mi amiga. Mi fiel compañera. No es fácil decidir pero lo hiciste sencillo. Me ayudaste como lo hiciste siempre en nuestros 12 años de amistad. Y una parte de mi se murió contigo. 

Elegiste agosto, apuntaste al estío. Quisiste quedarte en el Atlántico, bañada de sol y tostada en la arena. En el mejor paraíso que conociste nunca. Me pediste que lanzara por última vez la pelota. Me moviste por última vez tu característica cola. Me miraste con paz y agradecimiento. Y me obligaste a salir sola por aquella puerta. Con tu correa en la mano. Y sin ti.

Nunca podré vivir lo suficiente para agradecerte lo mucho que has hecho por mí en esta vida. La que marca que tengo que sobrevivirte y que no podrás volver a mi lado. No encontraré jamás las palabras correctas para describir ni por asomo lo que ha significado conocerte. Y siempre te echaré de menos. Me duele que pase el tiempo y tus huellas empiecen a borrarse. Que mi hija no pueda recordarte. Recorrer todos aquellos rincones que compartimos y donde ya no podré verte correr nunca más. Ver aquellos amigos que conociste. Observar perros que se parecen a ti. Tener que decir que una vez fui tu dueña y tener que hablar en pasado. No poder tocarte. No escuchar tus ronquidos en la madrugada. No poder pasear juntas. No tenerte de copiloto en el coche. No poder disfrutar de tu felicidad al llegar a la playa. No tenerte en el jardín. Que no aparezcas cuando giro la llave y abro la puerta.

Daría lo que fuera por volver a tocarte, aunque sólo fuera un instante, aunque fuera en sueños. Nunca jamás habrá nadie como tú. Espérame cuando llegue mi hora, cuando todo se acabe y tenga que atravesar el arco iris dentro de muchos años. Sé que estarás allí moviendo tu rabo, ladrando nerviosa y correteando hacia mí. Con tu mirada me dirás que me has estado esperando, que te alegras de verme, y que ya estaba tardando. Señalarás alguna naranja caída del árbol y volveré a lanzarla con fuerza, con una sonrisa en mis labios. Y pasearemos juntas hasta la eternidad.

A mi Nala   

jueves, 3 de octubre de 2013

Cambio de piel



Inicio este escrito, este reencuentro, este regreso, sin saber con certeza cuándo lo terminaré. Los quehaceres se agolpan a mi alrededor. Mire donde mire, hay trabajo, necesidad de mi mano, organización, limpieza, orden. Vivo sin vivir en mí desde hace casi seis meses y justo ahora, en este instante, he decidido parar en seco y reencontrarme contigo, conmigo. La necesidad de escribir me llama con ahínco de un tiempo a esta parte. Primero fue un susurro, más tarde, una llamada de alerta; y ya lo percibo como un grito que ensordece mi estancia. Las musas, quizás, han vuelto. O he regresado yo, en soledad, siendo sólo una.

Vuelvo yo, pero ya no soy yo, porque soy otra. Aquel mediodía gris que se despejó de sus despojos abriendo una soleada tarde, dejé de existir para renacer. Me quedé en aquella camilla fría, rígida y dolorosa. Desde las 16:10 de aquel primaveral 5 de abril, todo ha cambiado. Los cimientos de mi vida, el pensamiento, el orden de prioridades, mi forma de ver a los demás. Aquella asustadiza, pesada y necesitada chica se evaporó al tiempo que cortaban el cordón umbilical, junto al líquido amniótico que desaparecía del interior, con la extracción de la placenta. Miré mis piernas inertes e insensibles, el rojizo color que tintaba las sábanas y me sentí un envase que debe ser desechado. Un cubículo que ya ha cumplido su cometido.

Me quedé vacía y sola, a sabiendas de que nunca volverá esa compañía. Dejé de sentir sensaciones que ahora ya casi no recuerdo y me convertí en lo que ahora soy y que no era. Aquella que se despidió en la fría entrada de un ascensor de hospital, se ha ido para siempre. La que se sentía acompañada en aquella habitación desconocida ahora sólo recuerda con horror aquella estancia. Todo ha cambiado. He mudado mi piel. Me he transformado. Y ahora sólo me queda empezar a conocerme.

lunes, 4 de marzo de 2013

La resistencia del invierno



El invierno se resiste a marcharse, no en vano, aún mantiene un contrato en vigor cercano a los 20 días, y ha decidido aprovechar hasta el último resquicio. No da un respiro. Nos abriga con su brazo más frío o nos cubre con un intermitente aguacero. Quiere dejar huella. Ser recordado. Resistirse a dejar paso a la primavera. Tanto es así, que incluso ha engañado a las golondrinas y a algún que otro vencejo. Les ha timado. Con un guiño poco sincero, les ha hecho creer en una falacia. Adelantar su viaje, acercar su vuelo.

El gris permanente que se ha instalado en el más puro y limpio cielo amenaza con permanecer tintando nuestra pupila durante toda una semana. Agriar nuestro estado de ánimo. Nublar nuestro devenir. Angustiar nuestro anhelo. Me distraigo en ese pensamiento mientras cubro ese cuerpo que no reconozco con el sempiterno tejido que se ha adherido a mi piel en las últimas semanas. No es necesario abrir el armario y decidir. Existen pocas opciones. Comodidad. Tomo aire con profundidad y me sumerjo en la temible tarea de vestir mis pies, subir el pantalón, cubrir mi vientre. Cuando termino, he perdido más tiempo del que habría deseado, y mi respiración se asemeja a la de un ciclista que acaba de concluir una de las etapas más arduas de cualquier competición en ruta. No me reconozco.

Me dispongo a realizar una de las tareas más banales y menos emocionantes que puedan existir sobre la faz de la tierra: acudir al zapatero y depositarle la confianza de un par de botas cuyas suelas podrían parecer cualquier cosa menos lo que realmente son. Con ellas, mi vida está en continuo peligro. Aunque sorprenda, me he mentalizado a fondo para llevar a cabo mi misión. Ayer me hice el firme propósito y esta mañana, con sólo abrir mis ojos al nuevo día, me he recordado de forma martilleante y responsable que debía cumplir con mi promesa. Armarme de valor. Salir a la calle y cumplir mi objetivo. Atreverme.

Ataviada con un abrigo que no me cierra, un paraguas incómodo, una bolsa con el contenido de mi propósito y un balón medicinal por estómago que pesa una tonelada; me he adentrado en la rutina de la vida diaria. El transcurrir de la calle. El despertar de un lunes cualquiera, de esos que todos quieren olvidar y cumplimentar cuanto antes. Darle boleto.

Camino con cuidado porque no me atisbo los pies y la calle está anegada de charcos. Debo controlar la respiración mientras trazo mi camino y colocar mi espalda recta para que no existan consecuencias en la última hora de la tarde. La calle es larga, pero puedo hacerlo. Sólo hay que mover los pies, con compás, con ritmo, mientras me entretengo con todo lo que pueden captar mis ojos en este día de pasar página. 

El olor a churros y chocolate que rodean los comerciales hacia los que me dirijo me hace esbozar una sonrisa. Me agrada, ya no me asquea. Ni tampoco observar los puestos de fruta a mi paso. Ni el olor del café. Ni la carta de un bar. Continúo caminando.

El zapatero me dice que ya nadie cuida del material últimamente, no se esmeran en el trabajo de unas tapas, ni en la calidad de las mismas, aunque me resume su opinión con "vaya las tapas de mierda que ponen hoy en día"; y me dice que vuelva mañana al mediodía. Hace un comentario amable sobre mi barriga, que es como llaman a Elena aquellos que no saben que es una niña ni el sonido de las letras al que responderá durante toda su vida, y me endulza los pocos minutos que hemos compartido hoy en nuestras vidas. Siempre es un placer hablar de ella, aunque esta noche no haya sido demasiado buena, a pesar de haber estado demasiado inquieta para dejarme dormir. Aunque me intente desplazar las costillas o me produzca un intenso dolor en los riñones. Pese a que no puedo respirar o a que comience a conocer lo que van a ser las contracciones. Sé que nunca estará más cerca de lo que está hoy y que, cuando vuelva a ser yo, no tarde en vestirme y cualquier comida no sea un problema, la echaré de menos. Anhelaré esa forma que sólo yo he conocido, conozco y conoceré.

Retomo el camino a casa, con mi paraguas, con mi vientre abultado, con mi respiración entrecortada, con mis pasos lentos y rítmicos, con el sonido y la humedad que desprende la incesante lluvia. Apenas unos minutos, tan sólo un instante. Pero todo un viaje en esta nueva vida. La que existe, la que me pertenece, en la que ahora estoy. Quién dijo que esta vida sería fácil. No para mí. No ahora.  

viernes, 18 de enero de 2013

Gestando un alma blanca


La vida no es del color de rosa. Hay sombras, vetas grises, claroscuros que tiñen de negatividad nuestra senda, que nos frenan. A medida que nos hacemos mayores, estos obstáculos se hacen más pesados e importantes. Lo que ayer fue una nimiedad, hoy es un abismo sin fondo, un pozo sin final; una caída libre.

A lo largo de mi vida he encontrado personas con aura blanca que, hicieran lo que hicieran, siempre constituían un lazo para sacarte de tal agujero. De forma desinteresada, por simple bondad, por energía positiva. Gente de la que uno debe rodearse en cada momento. Que llegan sin avisar y que, a veces, por desgracia y vicisitudes del devenir, también se van. Pero otras, en cambio, tiñen de negro todo lo que les rodea, por simple maldad, por protagonismo, por desidia, por vaya usted a saber; pero que nos amargan la existencia sin motivo aparente ni argumento. Energías negativas que van apagando la llama blanca de los demás.

A mis casi 32 inviernos, debo decir que tengo cierta facilidad para captar estos seres confusos, que se pegan como sanguijuelas y que te hielan el oxígeno si fuera necesario. El porqué, nadie lo sabe, porque nunca hay un argumento claro, una causa objetiva, un argumento que contraatacar. Tienes algo que no les gusta porque así lo han decidido, y ese algo nunca es material y tangible, no se compra ni se vende, no se palpa ni se roba. Eres tú por ti mismo y eso les envenena por dentro. ¿Qué debo hacer para que no suceda? Nada, el problema eres tú.

Es fácil evitarlos cuando son almas peregrinas que están de paso. Sólo hay que apartarse del camino, dar la media vuelta, meditar un tanto en la cuneta o girar en la primera curva. Si te molesto, me marcho; si no te gusto, me aparto; no quiero ser un problema para aquel que me ve como tal. Sin embargo, todo se complica cuando ese ser decide quedarse y hacerse sedentario en tu circunstancia. Permanecer en tu entorno. Entonces, ¿quién nos da la solución?

Se empeñan en vaciarte el alma con una cucharita de té. Golpear sin puños. Envenenar tu estancia. Ignorar tu voz. Desplazarte. Quitar méritos a tus logros. Ensalzar tus desgracias. Dejarte en evidencia ante los demás. Estudiar tus puntos débiles para atacar sin pudor. Ponerte en contra de los que te quieren. Anularte. Y, lo que más me entristece, hacerte ver que todo sería mejor si no estuvieras. Borrarte.

Nunca entenderé este sobre esfuerzo de maldad, este trabajo inútil de contaminar el alma. Pero es superior a ellos y les puede. No saben subsistir de otra manera. Van oteando el horizonte para decidir quién es una verdadera amenaza, lo que ellos consideran un peligro. Y dan la mano a aquellos que ven inofensivos, y declaran la guerra a los contrarios.

Yo te enseñaré el color del blanco. Ver lo bueno en los demás. No desear nada de nadie que no te corresponda. A adherirte a los tuyos, a confiar en los que te quieren, a que tu alma tenga una energía positiva que irradie de luz a todos los que te rodean. Porque, aunque el llevarte dentro ahora me hace vulnerable, vas a ser la fuerza que aún me falta para siempre tirar hacia adelante. Eres mi motivo, mi porqué. Vas a tener el carácter que me falta, la fortaleza de la que carezco. Empezando por tu nombre. Y no permitiré que nadie, nunca, te haga sentir un cero a la izquierda. Ahora, sólo sueña, experimenta y nada, pequeña sirena.   

martes, 15 de enero de 2013

La suave danza de mi princesa




Echo de menos ser yo y mi vida. Echo de menos caminar sin cansarme y comer con apetito. Anhelo mi vientre plano y una cintura que ya casi ni recuerdo. Añoro hacer abdominales y ejercitarme hasta la extenuación. Echo de menos la actividad y el ritmo frenético e incansable, olvidarme de comer sin desmayar, olvidarme de mí para afanarme en lo otro. Recuerdo con deseo las pocas horas de sueño y el despertarme de noche pensando en el día siguiente. Anhelo mis clases y su palpitar vertiginoso, los cafés exprés en la pausa, las conversaciones infinitas en la sala de profesores, las actividades del programa cultural, las excursiones. 

Quiero volver a percibir aromas sin que las náuseas se apoderen de mí. Disfrutar del mercado. Comer verdura y saborear una ensalada. Deseo que mi cocina vuelva a ser una aliada y que no me maree su entorno con sólo franquear el dintel de la puerta. Palpar los sabores sin que mi paladar se convierta en la acidez personificada. Testar un café, que me apetezca la comida basura, que el dolor de estómago sea una excepción y no una rutina, comer sushi y jamón recién cortado, beber una cerveza o una copa de vino. Acudir a la plaza del Salvador sin preocuparme el dolor de estómago por estar de pie. Ser fuerte como un roble y subsistir con lo mínimo.

Echo de menos leer y escribir, y tener ganas para hacerlo. No tener que visitar el baño en horas infinitas y sentarme delante del ordenador sin que me duelan las costillas como me sucede en este preciso instante. Valerme por mí misma sin necesitar a nadie y salir de casa sola sin que el miedo al suceso se apodere de mí. Sentirme útil y no una carga. Tener iniciativa y no dependencia. Volver a la talla 38 y calzarme unos tacones si me viene en gana. Recuperar mi ropa, mi espíritu, mi actividad, mi energía. Ser yo de nuevo. Regresar.

Anhelo todo lo que tenía menos tu ausencia. Porque el dolor, la incomodidad, el peso, las náuseas, la incontinencia, la pasividad, el cansancio y la angustia se convierten en mera importancia cuando te percibo, cuando me muestras que continúas ahí con unas tremendas ganas de ser también un futuro. Tu golpeteo constante me hace esbozar una sonrisa y no hay malestar mundano que cambie mi felicidad cuando te siento. Eres el premio de cada día, el balance positivo de mi nuevo devenir, el galardón de este ciclo molesto. Apenas hemos comenzado a conocernos y ya eres el ser que ocupa mis horas y mi pensamiento. Ya sé que no puedo vivir sin ti y, pese a todo, es difícil saber cómo lo había hecho hasta ahora.


Sigue danzando, princesa, que no hay melodía más celestial que sentir la caricia de tus pasos. Te quiero pequeña.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Tu nombre qué bien me suena





Tu nombre no es especial. Sólo para ti, porque es tuyo, porque te identifica. Porque, cuando lo escuchas, notas cómo un mecanismo interno se pone en funcionamiento y te estremeces, se acelera el corazón, percibes las pulsaciones y no puedes evitar mirar. Ese sonido que has escuchado, eres tú.

No tienes constancia de la primera vez que lo oíste porque, con un poco de suerte, ya lo escuchabas en el vientre materno. Aunque debo admitir que no fue mi caso, ya que la decisión final se hizo esperar hasta el momento del parto. Sin embargo, ya comenzó a rodearme en mis primeros minutos de vida. Nunca ha habido otro. Ésa soy yo. Mi nombre, mis apellidos.

Lo has oído con entusiasmo durante toda tu etapa educativa. Como aquel mes de septiembre de 1985 cuando, ya casi despejada la puerta de entrada, lo emitieron sin vacilaciones. Ni siquiera miré atrás, atravesé la verja y, de un golpe, me adentré en el mundo de los mayores. Era mi primer día de cole. Mientras los otros niños lloraban por perder a sus mamás. Yo me sentí mayor y responsable. Comenzaba una nueva etapa que, Dios sabe hasta cuándo durará. Porque de estudiar no se acaba nunca.

A esa lista le siguió la de acceso a Secundaria y, por supuesto, la que llegó cargada de nervios con el rótulo Selectividad. La que miraste con ahínco para saber si te habían concedido la carrera elegida -maldita la hora- y la de las primeras notas del aquel novedoso primer cuatrimestre. Le siguieron los cuatro años de Universidad y, finalmente, la triste y esperanzadora graduación. Ya eras licenciada. Ya eras una más.

Lo escuchaste entre saltos de felicidad a través de la línea telefónica cuando te anunciaron que te habían concedido las prácticas en ese periódico en el que ansiabas comenzar. Como si te hubiera tocado la lotería. Sin pensar, qué triste inocencia, que te costaría el dinero ir a trabajar porque no verías ni un mísero céntimo por tu colaboración. Pero era lo que deseabas y, aunque fuera gratis, tus sueños se convertían en realidad. Cómo ver tu nombre, nuevamente en la firma de la primera información que publicaste. A partir de aquella vendrían muchas, tantas, que a veces sólo tecleabas tus iniciales o preferías emitir la firma. 

Lo oíste a través de las ondas, con las siguientes prácticas en la radio. Incluso en informaciones digitales, cuando continuaste en otro medio audiovisual. Hasta que llegara la gran oportunidad, el primer contrato de verdad, en el ámbito deportivo -si realmente puede llamarse contrato de licenciado a aquello que firmaste y que te mantuvo durante cinco años-. Lo escuchabas, lo leías, al mismo ritmo con el que llegaba el desencanto por ese mundo que tanto te entusiasmó, con el que tanto soñaste, y que ahora se desmoronaba sobre sus propios pilares.

Y continuaste tu formación oyendo tu nombre en nuevos cursos dirigidos a la docencia, hasta llegar a aquella indescriptible prueba llamada oposiciones. Llegó cargado de aire fresco cuando iniciaste la formación para transmitir tu lengua a aquellos que ya poseen otra. Y aún, con una sonrisa, lo observas cuando pasas por el pasillo de la escuela donde permanece la imagen de todos los que forman parte de ellas.

Lo nombraron en competiciones deportivas: natación, atletismo... y cuando subiste al podio en aquel verano del 95 y te ataviaron con una inesperada medalla de plata. Y cuando te sometiste al duro examen para obtener el carné de conducir -hasta dos veces-. Y las numerosas veces que has ido al médico o que te ha tocado renovar el carné de identidad. Cuando lo nombraba con delicadeza esa persona de la que te enamoraste, y la tonalidad que le otorgó cuando le diste el "sí" quiero.

Tantas y tantas veces que no te das cuenta que vas a percibirlo una vez más. Permaneces sentada en la sala. Acompañada por numerosas personas que, igual que tú, aguardan el momento de captar el suyo propio. Cada nuevo nombre viene acompañado de un sonido que nos hace captar la atención. Miras rápidamente, lees una combinación de letras desconocidas y dejas de mirar, no eres tú. Ni siquiera recuerdas el nombre que acabas de leer, pero sabes que no te correspondes. Esperas el instante recordando todas las veces, importantes, banales, en las que has oído tu nombre, el que te caracteriza, el que te hace diferente. Cuando suena nuevamente la pantalla y ves resaltado esas palabras que sí conoces, que llevas tatuada, que te pertenecen. Y, sin darte cuenta, en décimas de segundos miras a tu alrededor. Esperas una música, fuegos artificiales, gente que aplauda, que te mire, que te señale. Pero nada cambia en la estancia, es sólo un sonido más para el resto que, ya han dejado de mirar a la pantalla, que ya han olvidado tu nombre.

Te levantas y te diriges a la mesa que te han señalado. Una vez más, comprueban la veracidad de tu identidad pronunciando tu nombre. Sí, otra vez soy yo. Diferente, única. Aunque para ellos eres sólo otro número más en la empresa más grande del mundo. Sí, también tienen tu nombre en las instalaciones del INEM. ¿Hasta cuándo? Interesante incógnita. Quizás pronto alguien me nombre para contármelo.

Todo sea por ti, pequeño sin nombre. Nunca estarás mejor que ahora.


martes, 9 de octubre de 2012

Tu primera carta

Sentada en la inmensidad silenciosa de mi salón, no puedo hacer otra cosa que mirar a mi alrededor. Desde una esquina, ella me observa con admiración. Siempre lo ha hecho. Durante sus casi once años de vida, durante los más de diez años que lleva conmigo. Y aún me pregunto por qué. El cansancio de la vida puede con ella cuando permanece en el calor del hogar. Pero no me entristece, porque vuelve a rejuvenecer con tan sólo atravesar el ecuador de la puerta. Entonces sigue siendo ella, en estado puro.

Parece que es consciente de estas líneas porque, aún apresada por el intenso sueño que vuelve rojiza su retina, continúa observando, perdida en el vaivén de su respiración sosegada. Me observa, siempre me observa. Fiel servidora, gran amiga, agradecida siempre.

Suena el cláxon de un automóvil en la lejanía de la calle, y el transitar de muchos otros por la gran avenida. Algún avión que llega o sale. Puertas de garajes que se cierran o se abren. Alguna conversación pasajera. El ascensor. Una llave que hace girar una cerradura cualquiera. El canto de un pájaro. La vida misma.

Todo eso, mientras tú creces en mi interior, con la misma fuerza con la que llegaste. Aún no puedo sentirte, pero te siento cerca cada día. Como intuí tu presencia allá por el caluroso estío que aún se resiste a abandonarnos. Porque te has empeñado en conocer toda esta trivial escena que ahora te describo. Porque te has aferrado con ahínco a la vida sin ser consciente aún de lo que significa. 

Con la misma insconciencia con la que ella me observa desde su rincón. Mientras el transitar de los coches se sucede y los pájaros continúan cantando. Es la primera vez que te escribo abiertamente. Por la primera de muchas. Te esperamos.