miércoles, 15 de diciembre de 2010

Mi infancia entre costuras


Hay momentos en los que uno se cuestiona si está viviendo su vida o la de otro. Instantes en los que dudas si, verdaderamente, tu realidad contiene todos los ingredientes que habías imaginado en un tiempo remoto. Incluso, algunos días en los que cuesta situarte en el mundo en cuanto le abres los ojos a una nueva mañana. La identidad, una cuestión que me ronda por la cabeza cuando acabo de leer la primera de las historias de la Trilogía de Nueva York de Paul Auster.

Si echamos la vista atrás, al menos en mi caso, la situación vital cambia tan en demasía que incluso marea. En algún momento de mi vida, las circunstancias quisieron que cambiara mi reloj de pueblo por otro de ciudad, el fuego lento por la ebullición instantánea, los minutos saboreados por segundos fugaces, la tranquilidad por el ritmo vertiginoso. En mi infancia, en mi pueblo, las tardes eran eternas, incluso cuando caía a plomo el mes de diciembre y su escasa luz. Había juegos infantiles en casa o en la propia calle, había visita a familiares y amigos, contabas con tiempo para realizar las tareas escolares... incluso podías permitirte perder el tiempo. Sin más. Todo un lujo.

Hace apenas unos días he recordado como crecí rodeada de hilos, agujas, dedales, alfileres, maquinas de coser a pedal y eléctricas, jaboncillos para marcar las telas, metros, medidas anotadas en cualquier folleto que a tal menester se prestara. La costura como cultura que reunía a las vecinas en una misma casa, cada tarde. El sonido del pedal al marcar un pespunte, la voz entrecortada mientras se habla con un alfiler sostenido entre los labios, las risas por las mil y una historias que surgen en torno a esta práctica milenaria; los hilos que uno se lleva pegado en la ropa a casa, como si no quisieran marcharse nunca, para que jamás olvidaras tus costumbres, las de tu cercanía.

Me gustaba contemplar la escena y ser partícipe de ella. Escuchar atentamente las historias mientras alguien cogía los bajos de esos pantalones que permitirían que mi disfraz navideño no fuese demasiado fresco. Alzar los brazos para que tomaran las medidas de la espalda y el contorno, con unos trazos mal escritos en un trozo de papel; mientras otras se afanaban con la máquina o cortaban las telas en la mesa, la misma que se utilizaba como camilla para calentar la estancia. A lo lejos, se oían los ecos de una pequeña televisión, siempre conectada como música de fondo o como avivadora de la conversación cuando los temas decaían, que solían ser la menor de las veces.

Allí me sentía arropada y el tiempo se detenía sólo para nosotras. Me sentaba a contemplar o jugaba con mis muñecas aprovechando los retales que caían por doquier. Con el paso de los años las citas de costura se fueron separando en el tiempo, mientras crecía y mis compromisos académicos me acercaban al mundanal ruído. Ya no había tiempo para aderezar las tardes sentada en la mesa de camilla y escuchar historias en torno a la costura. Todo se fue acabando, apagando, hasta que un interruptor perdido de la memoria conecta la luz de esa sala y todo regresa a la mente, como si nunca se hubiera marchado, salvo que tú ya no eres ni la sombra de lo que un día fuiste.

Y jamás aprendí a coser. Nunca capté esa magia que permite convertir un trozo de tela en todo aquello que quisieras, porque tienes la técnica en tu mano y el diseño en tu cabeza. Nunca tuve tiempo para practicar porque siempre lo sustituí por interiorizar la praxis de otras mil cuestiones que me parecieron más importante. La costura, como reminicencia de las mujeres del pasado, era eliminada de nuestro día a día como símbolo de libertad y progreso. Y es ahora, cuando me acerco vertiginosamente a la treintena, cuando añoro el conocimiento y lamento el total desconocimiento. Me encantaría poder crear y arreglar cualquier nimiedad que se me antoja un mundo. Solucionar sin depender de nadie. Saber hacer sin dar trabajo, sin delegar en nadie.

Cuántas cosas del pasado habremos perdido por intentar mejorar. De cuántas historias nos habremos librado como quien se aparta de un lastre para lograr la libertad. Y es ahora, con la madurez y la reflexión, cuando me doy cuenta que somos aún más esclavas de lo que un día fuimos. Pero esta cuestión, sin duda, dará para otro post, en otro momento, como quien cuenta las historias en torno a una máquina de coser, rodeada de hilos, alfileres y retales.