viernes, 28 de enero de 2011

Bocanada de agua y oxígeno


Cambiaba de marcha. Dejaba atrás la ciudad, la urbe, el desasosiego, la inmensidad asfixiante del tráfico. Me adentraba en ese camino abrupto y, por qué no, peligroso que me conduce a la serenidad de mi pueblo, de mis raíces. La peregrinación de camiones te obliga a reducir la velocidad mucho más de lo que permite la autoridad. Es como viajar a fuego lento, a su amor, tal y como se cuece el tiempo cuando te adentras por el puente inerte de la estación.

El agradable sol de enero guiaba mis pasos y armonizaba la estancia a mi alrededor. Curvas demasiado palpadas. Casi tatuadas en la piel. Rotondas, incremento de velocidad, reducción. Un ir y venir de vehículos. La mañana y yo. Me inundo en mis pensamientos mientras viajo en solitario. Disfruto de la conducción como una válvula de escape, como un parón inflexible del tiempo. Un viaje iniciático que me permite conversar conmigo misma. Sólo la carretera y yo.

Cambio de canal, de frecuencia, demasiada publicidad. Demasiadas palabras para resquebrajar este momento mágico. De repente, una canción, olvidada, empolvada en el fondo del archivo que constituye nuestra mente. Una melodía, una letra, unos acordes que te trasladan a otro mundo mucho más allá del que palpas justo en ese momento. Como si te adentraras en una máquina del tiempo y, en tan sólo unos segundos, volvieras a tener 12 años, demasiados temores, tantas y tantas preguntas. Y todo un verano por delante.

Suena "What is love" y me traslado a los 90. Casi de golpe. Como si alguien hubiese pulsado el REW de nuestra memoria. STOP. Y, de nuevo, PLAY. Todo cambia. Vivo un instante sinestésico. Regreso al verano de 1993, al uso diario de mi bicicleta ya olvidada, a mi vida completa en la piscina, a los entrenamientos, a la competición provincial que sólo regresaba cada período estival. Al juego de cartas en las toallas, evitando el inevitable ataque de las hormigas que inundaban el césped, evitando la intensidad del sol en las horas más candentes, aliviando el calor de agosto, viviendo la adolescencia, el verano, el tiempo de ocio.

Un silbato indica que debo lanzarme al agua, zambullirme en su profundidad. Estirar los brazos en el fondo y desplazarme con las piernas, como si quisiera alcanzar la otra pared sin tan siquiera desplazarme un ápice. Pero me desplazo lo suficiente para poder volver a la superficie. De nuevo, el contacto con el oxígeno. Vuelvo a abrir mis pulmones. Vuelvo a percibir el sonido ambiente, las risas de los niños, las conversaciones de las madres, el contacto con el agua del resto de mis compañeros. Comienzo a bracear. Todo el cuerpo se contrae en un mismo instante. Y lanzo mis piernas, y mis brazos, y sumerjo la cabeza. De nuevo el agua. Y el oxígeno. Y el agua...

En el equipo, por edad, ocupo la mitad de las posiciones. Los niños son demasiado niños, pero tienen un devenir, un futuro que alguien podría localizar en las entrañas de un simple pueblo del sur que sólo se sumerje en verano, que sólo conoce la natación en el periodo estival, como si el resto del año se escapara de sus memorias. Los mayores me atraen y me asustan. Observo sus acercamientos, sus risas, sus comentarios, pero lo hago desde mi escondite, sin que se me vea demasiado, intentando ser invisible para ellos. Aquellos que baten las marcas, que tienen un nombre y apellidos conocidos por todos, son los que más me inquietan. Me siento tan pequeña a su lado. Y vuelvo a bracear. Oxígeno, agua, oxígeno...

La campaña finaliza con una fiesta especial, sólo para el equipo. Aquel año se organiza de noche, en la piscina. Y me siento en el corro que se ha creado en el césped. Y escucho a los mayores contar anécdotas y chistes que aún no entiendo, siempre desde el silencio y la invisibilidad, como si nadie me estuviera observando y yo contara con la cualidad de contemplarlos a todos. Se oyen risas, voces, bromas, adolescencia pura. Todos se levantan y alguien sugiere un baño mágico en la piscina, de noche, en medio de la nada. Y todos nos sumergimos en el agua por enésima vez ese verano, mientras a nuestro alrededor, no demasiado lejos, sigue sonando "What is Love".

viernes, 21 de enero de 2011

Despidiendo a una vieja amiga


Hoy ha venido a despedirse. Estaba sentada a los pies de la cama cuando he abierto los ojos a la apertura de la mañana. Me miraba, atenta, silenciosa, como se mira a alguien por última vez. A través de los primeros rayos de luz que penetraban por la ventana, he conseguido deducir su rostro, sus rasgos, su pureza. Ése que he contemplado tantas y tantas veces. Ambas nos hemos sonreído con esa mueca nerviosa que se dibuja en nuestra cara cuando tenemos que decir adiós. Sin mediar una sola palabra, nos lo hemos dicho todo. Con sólo una mirada, con un gesto, con una sonrisa, con sólo un encuentro. El último. El definitivo.

Mientras desayunaba, hemos recordado todos y cada uno de los momentos que hemos pasado unidas, como hermanas, inseparables. Nos conocimos cuando aún me preparaba concienzudamente para obtener mi permiso de conducir, justo en el momento en el que me adentraba en mi segundo año de carrera, entre conferencias de Alfonso Sastre y Fernando Arrabal, exámenes del primer semestre, análisis de discursos varios, misceláneas de una carrera polifacética, variada y escasa. Eran tiempos de ilusiones por aprender, por comenzar a volar, salir del nido, por experimentar la vida, para forjar un destino, por comenzar a conocernos. Ser nosotros mismos. Ni más. Ni menos.

Juntas, dimos nuestros primeros pasos en el mundo laboral, en uno de los mejores rotativos en los que puedes bautizarte. Conocimos la miel de las ilusiones y la hiel de las decepciones, pero siempre unidas al afán de superación. Así finalizamos la carrera y obtuvimos nuestro primer contrato, primero en prácticas, después profesional y, de ahí, en ascenso dentro de una escala con un techo demasiado pequeño, poco exigente y desagradecido. Obtuvimos nuestros primeros reproches y, también, los correspondientes golpecitos en la espalda. Viajamos, pero también nos enclaustramos. Conocimos a mucha gente conocida y también a otros que no lo son tanto, aunque su cercanía merecen aún más la pena. Nos forjamos como personas, como profesionales, a base de vivir el día a día. Caminar y levantarse.

Mientras me arreglaba el pelo, ha recordado la entrega de llaves de nuestro piso y sus reformas. La multitud de visitas, dedicación, esfuerzo, ilusiones y minutos invertidos en la decoración de nuestro hogar, que ahora oteamos con la satisfacción con la que unos padres miran a un hijo. Desde aquel sofá perdido en la deriva solitaria de un salón ausente, hasta la última adquisión que abriga nuestro lecho cada noche. Mil detalles minuciosamente escogidos, mil anécdotas surgidas en torno a su dedicación, la construcción de una vida.

Me ha prestado su maquillaje, al tiempo que sonreía recordando el guiño que me devolvió desde el espejo cuando acabaron de colocarme aquel velo de seda. Ese día, me sostuvo con ahínco la mano y me miró a los ojos sin que hicera falta nada más para comprender que su bendición siempre iría conmigo. Me acompañó en el inicio de mi mi nueva vida, en mis primeros pasos en el nuevo hogar, en el cambio de ciclo, en la madurez, en el resurgir de un día a día. Al igual que lo hizo en el nacimiento de los nuevos miembros de la familia y, también, en las más dolorosas de las pérdidas. Ha estado a mi lado, día a día, con lluvia y sol, con alegría y tristeza, con paciencia, con dedicación, con ambición, con dulzura, con amargor... durante largos e intensos, aunque cortos y pasajeros diez años.

Hoy me toca decirle adiós, con la promesa inefable de que jamás podré olvidar su compañía. Con el agradecimiento de todos y cada uno de los momentos que me ha permitido vivir a su lado. Con el consiguiente desconsuelo que supone la pérdida de algo que no se recuperará jamás. Porque este adiós es para siempre. Eterno. Definitivo. Y toca despojarme de su aroma, y olvidarme de su presencia, y desprenderme de su cercanía, y alejarme. Porque hoy será el último día que nos veamos, porque hoy es mi último día a su lado, porque, a partir de mañana, estrenaré una nueva y desconocida década. Adiós, para siempre, querida y amada veintena.


lunes, 17 de enero de 2011

Ante nuestro mar de niebla


Cae la tarde sobre el Atlántico este mientras el sonido de los pájaros se aleja junto a la oscuridad. Bravo, enérgico, solitario, único, se muestra ante nuestras pupilas sin ningún tipo de pudor ni osadía. Brama, gruñe, se enfurece al ritmo de olas gigantecas propias del mes de enero, del invierno, del viento gélido y cortante. El sol se esconde tímidamente y va dando paso al horizonte infinito que se funde con la lejanía del océano. Ya son sólo uno. Todo inmensidad.

Le observo encaramado en la cima de aquel montículo, mitad duna, mitad cantil, mientras la brisa nocturna comienza a abrirse paso entre nuestros cuerpos. Me da la espalda, me gana en altitud y enmudece ante la majestuosidad de la estampa que se alza frente a su figura. El océano. Sólo el océano y él, frente a frente. Permanezco inmóvil ante el miedo de romper tan sólo un ápice de ese instante. Casi no respiro. Me mimetizo con la naturaleza, con el romero que inunda el paseo marítimo, con las malas hierbas que se escapan de las lluvias y los temporales, con la grava, con la arena.

Y lo recuerdo, y lo rememoro, aquella estampa me trae a la memoria el Romanticismo alemán y la obra de Friedrich, pese a que éste ya no sea el siglo XIX y él no use botas altas, levita ni bastón. Aunque no seamos caminantes sobre mares de nieblas, ni nos encontremos en la Suiza de Sajonia. En cambio, también usamos el escapimos para alejarnos de la redundante realidad y nos fundimos con ese océano bravío como aislamiento físico y espiritual. Alejados del mundanal ruido. Y enfurece estrellando sus olas sobre la arena solitaria, paciente, ausente.

A lo lejos se oyen los ladridos de algunos perros, tal vez porque nos han oído. Quizás, porque les asuste las voces enérgicas que expulsa el océano. Igual, porque también quisieran ser caminantes sobre mares de nieblas y formar parte de ese cuadro de Friedrich que yo ahora rememoro y reelaboro en mis pupilas. De espaldas, inmóvil, frente al mar. Un instante mágico, único.

Y abandona su atalaya, y me muestra su sonrisa y me toma de la mano y nos alejamos en la noche frente al sonido del océano, ante la sinfonía de las olas, con la brisa marina, bañados del perfume de romero. Mientras los perros ladran a lo lejos.

viernes, 14 de enero de 2011

Entre neumáticos, sueños y risas de niños


Mientras camino de forma silenciosa, con pausa, aunque sin detenimiento, observo su desnudez ante la caída de la fría tarde de los inicios del mes de enero. Aparece abatido, totalmente olvidado, despojado de su uso y en caída libre hacia el desuso. Aquel terreno, hoy yermo, que acogió las ilusiones, los juegos, las mil aventuras y desventuras de miles de niños preescolares de mi pueblo, aparece anodino, vencido y viejo, consumado en la nada, convertido en lo que nunca fue y ausente de lo que nunca volverá a ser. Aquel patio de mi pequeño colegio de infante ya no es un recreo inmenso e infinito, nunca será un castillo donde dar rienda suelta a tu imaginación, ni el escenario de un sin fin de aventuras vividas en apenas unos años. Aquel patio de colegio aparece hoy como un terreno derribado, un hueco quebrado en la nada, donde se aparcan coches y furgonetas, donde se acumulan los charcos cuando el cielo se desploma y se vence, como se vencieron sus muros, ante la atenta mirada de aquellos niños que hoy son hombres, padres y madres de familia, sin un mundo de fantasía, amarrados a hierro en la tramoya de la cruda realidad.

Aquel mes de septiembre de 1985 marcaría un antes y un después en mi minúscula vida. Con más de medio año acumulando cuatro en mi casillero, me arremolinaba junto al resto de las madres gritonas y de sus llorones hijos en las inmediaciones de aquella puerta de hierro verde que daba entrada al nuevo mundo en la vida de cualquier pequeño. Se oía la alegría de las orgullosas madres, junto a los gritos de sus asustados hijos, mientras la profesora y su baby blanco nombraba uno a uno al nuevo regimiento reclutado. Esperé con pausa que aquella señora saboreara uno a uno el nombre y apellido de cada nuevo pupilo, observé con impaciencia cada espectáculo de dolor y llanto, y me prometí a mí misma que no derramaría ni una lágrima -puesto que había esperado aquel momento durante mucho tiempo- y que daría un ejemplo sublime a todos aquellos niños que se resistían a alejarse de sus madres. Yo ya era una hermana mayor, ya había adquirido aquel papel de madurez que le otorga al primogénito la llegada al mundo de un nuevo retoño y no podría permitirme nada similar. Casi al final de la lista, cuando apenas quedaba niños y madres, ante la atenta mirada de la puerta verde, oí resonar mi nombre y mis apellidos -como quince años después oiría en el IES Antonio Muro de Puerto Real, como tantas y tantas veces-, voluntariamente me solté de la mano de mi joven madre y me apresuré a franquear la puerta de mi pequeño colegio, de mi nueva vida. Con la cabeza alta, marcando el ritmo y el paso con mis pies, sin mirar atrás, accedí a aquel aula oscura y mágica repleta de pequeños que orientaban la mirada con expectación.

Fueron unos años vitales en la vida de cualquier persona, que hoy rondan por mi mente como cualquier película olvidada y llena de ruidos en cada fotograma. Fueron años de intensas lluvias y botas de gomas, de suspensión de clases por cualquier temporal, de jornadas partidas; de primeras amistades y primeros enfrentamientos, de crueldades, de risas, de sueños. Fueron nuestros años de niños que permanecen vivos pese a que hemos multiplicado por muchos múltiplos nuestros días.

Aquella niña rubia y mandona se erigía como la capitana de un equipo que ella había fundado como por arte de magia. Decidía quién estaba dentro y fuera, y el resto, inocente, le seguía sin más. Si un día no le correspondías a cualquier petición, te desplazaba, te anulaba, te marcaba con una cruz, y el resto debía obedecer y aborrecerte. Nadie podía enfrentarse a ella porque nadie contaba con la suficiente maldad ni las tablas necesarias para hacerlo. La fuerza de un führer desde prácticamente la cuna. Pero vuelvo a observar ese terreno yermo y noto la ausencia de aquellas niñas que hoy son auténticas mujeres. La niña rubia y mandona es hoy maestra de otros infantes y, tal vez, también tenga que lidiar con otras chicas que intentan dar voz de mando hacia los demás.

En ese terreno ya casi inexistente noto la ausencia de aquellos pequeños árboles que nos correspondió plantar y que un día fueron arrancados como todo se arranca en esta vida. Nuestro pino, en aquel rincón, en aquel vértice, hoy ya no existe ni crece con la lluvia y con el sol. Tampoco están los neumáticos que hacían rodar los niños, repletos de piedras que saltaban a cada paso, con aquel olor inconfundible. No observo los pequeños baños siempre encharcados y llenos de barro, ni la fuente para beber, ni el albero que decoraba nuestras rodillas, calcetines y medias. No está aquel espacio dónde un chico me rompió con intención premeditación y alevosía aquellas medias de colores que mi madre adquirió en el mercadillo y que lucía como un auténtico tesoro. Me agarró del brazo, dio mil vueltas hasta soltarme y me dejó abandonada en el suelo aquejada de un gran dolor ante la visión de aquel agujero prominente en mis flamantes medias.

No está el pequeño pupitre que garabateó con malicia otra de mis compañeras. Ni mi correspondiente venganza que acarreó mi primera reprimenda, mi primera lección, una de esas que marcan de por vida. Y sonrío al recordarlo, desconociendo si mi compañera de acción también mantendrá presente aquella imagen ya amarillenta, mientras acicala a las señoras del pueblo en su consolidada peluquería, donde he acudido en alguna ocasión cuando aún habitaba en sus calles, cuando aún vivía en sus vidas. Quizás algún día se lo pregunte, cuando me la encuentre en algún rincón y me salude con cariño, como siempre hace.

Y continúo caminando en la caída de la tarde del dos de enero, mientras cierro el álbum de los recuerdos observando el último rincón de aquel terreno que albergó mil vidas, hoy ausente y vacío, olvidado y triste. Y revuelvo la esquina, y me alejo, sabiendo que su estampa siempre estará latente en mi pupila, aunque hoy no tenga muros, ni árboles plantados, ni risas de niños, ni tardes de sol, aunque hoy sea pasto de motores silenciados y charcos de lluvia, aunque hoy sea un vacío, siempre tendrá un rincón mágico en nuestros corazones. Aquel colegio del Rosario.

martes, 4 de enero de 2011

La vida en sueños


He estado escribiendo en mi mente durante las últimas dos semanas, aunque no haya trazado mis palabras en ningún papel, en ningún soporte, material ni virtual. He estado imaginando nuevas imágenes, recortes, retales de mi vida pasada, presente y venidera. He estado ausente, pero no demasiado lejos, siempre en la cercanía, presente.

Inauguro un nuevo año sin ser consciente aún de que finalizó el pasado. No ha habido un obstáculo abrupto para salvar, ni he hallado ninguna grieta insalvable en el camino. No hay un corte, un fin, una señal que nos indique que ha llegado un nuevo año, una inédita década, un pase de página. Yo sigo igual que antaño, con las mismas ideas, con la misma situación, pisando el mismo piso, exhalando el mismo aire. Sin ser capaz aún se realizar un balance de un duro año. Sin querer mirar atrás.

Esta mañana me he despertado con la misma sensación que embarga mis sentidos en muchas ocasiones. En estado de somnolencia, casi ausente del mundanal ruído, me sorprendo aterrizando en un mundo que me cuesta digerir. Aún sin alzar los párpados, sin percibir la luz del día, en letargo, mi mente tiene que recordar dónde estoy y por qué estoy ahí. Se me olvida que hace más de un año y medio que vivo en esta estancia. No recuerdo que comparto lecho, ni siquiera reconozco a la persona que se encuentra a mi lado. Me cuesta rememorar quién soy y cuál es mi cometido ese día. Incluso tengo que pensar qué edad tengo y donde finalizó el último capítulo de mi vida. Seguidamente, me afano en centrar mis objetivos para la nueva jornada, ésos que me marqué ayer, aunque ese ayer se encuentre muy remoto ese mismo día, al comenzar la mañana.

Realizo todo ese umbroso trabajo de recuperación de memoria en tan sólo unos segundos. Regreso a la realidad desde quién sabe qué mundo paralelo y me dispongo a trazar un nuevo día. Me cuesta separar con detalles los días de la pasada semana y de la anterior, incluso señalar con precisión el día de hoy en la presente semana. Las semanas pasan como días cuando se está ansioso por ser algo y alguien, por dibujar una identidad.

¿Quién eres? Te preguntan cada día. Y uno sonríe y piensa, describe lo primero que se le pasa por la cabeza esperando la reacción del otro. Porque nunca fue tan duro hablar de uno mismo cuando uno mismo no es nada. ¿Cuándo vuelves a la vida y qué fue de ella? Preguntas que martillean mis sienes y retumban en mi cabeza. Explicaciones para alguien que ni siquiera las necesita. La aprobación de los demás para seguir respirando.

Un dolor intenso golpea el alma cuando te quedas fuera de la rueda. Un dolor que se calma durante la noche, en sueños, en mundos remotos que te hacen hablar un idioma irreconocible. Allí vuelves a ser tú, a dotar de un nuevo sentido a tu vida. Un bálsamo que se queda sin remedio cuando llega el alba, regresa el dolor, vuelves a pisar la tierra y toca recordar quién eres y qué es de tu vida. Un pregunta trivial que nunca fue tan desagradable como ahora.