viernes, 29 de octubre de 2010

Una historia de Halloween


Se acerca la noche mágica de Halloween. Y digo mágica porque los que nos sentimos atraídos por el terror, lo paranormal, lo desconocido... también experimentamos un cierto cosquilleo de emoción en las citadas fechas. Es cierto que la fiesta poco tiene de hispana. Pero, a veces, los préstamos foráneos también ayudan a enriquecer nuestra cultura, a moldearla, a actualizarla y, si no, que se lo pregunten a nuestro siempre new-fashioned léxico.

Desde pequeña me he sentido atraída por esta tradición americana que podíamos observar en el panorama audiovisual que nos llegaba desde el otro lado del Atlántico pero que, sin embargo, no ofrecía ni un ápice de reflejo en nuestro país. Aquí nos limitábamos, y aún nos limitamos, a colocar flores en un lugar inventado que nada tiene ya de aquellos que queríamos y queremos, a sentir dolor, a rememorar las pérdidas. En definitiva, a lamentarnos que es, ni más ni menos, la rémora que nos han legado nuestros antepasados.

El año pasado, por estas fechas, disfruté de tan señalado día en mi calendario en París. Allí la magia americana tiene más avance que en nuestra tierra, y rápidamente me sentí sumergida en su atmósfera desde que amaneció el día 31. Las pastelerías ofrecían sus dulces especiales, los tenderos decoraban sus tiendas y su vestuario con motivos paranormales. Puro marketing que, sin embargo, a mí me embriaga. Tampoco es demasiado difícil otorgar un toque enigmático a la señora del Sena. ¿O acaso lo dudan?

Se acerca Halloween y yo no me disfrazaré de bruja ni de fantasma ni de nada parecido pero, en mi interior, lo celebraré a mi manera. Recordando las historias que me han acompañado desde pequeña, aquellas que me deleitaban mientras las oía, las mismas que me aterraban cuando se apagaba la luz y tocaba dormir, en silencio. Y mientras recuerdo las leyendas, las historias experimentadas por otros, aquellas que suceden a amigos de los amigos que nos narran pormenorizadamente narraciones espeluznantes, caigo en la cuenta de que también podría relatar otras en primera persona...

¿Quién no recuerda la piel de gallina cuando pasabas unos minutos a solas en la cocina de Castelar? ¿Y las sensaciones encontradas cuando accedías al claustro del Julio César? ¿Y aquellos ruidos extraños en Gonzalo Bilbao?

Aún recuerdo el pánico que me supuso entrar en aquella casa que estaban adecentando para entrar a vivir. Su nuevo propietario pintaba las paredes de las habitaciones desnudas a plena luz del día. Yo apenas contaba con siete u ocho años, acompañaba a mi vecina -cuñada del nuevo inquilino- en un día cualquiera, a una hora normal. Aquello pudo ser una mera escena de las que se borran de la memoria pero...aquella escalera... ¡Ay, aquella escalera! Sólo sé que quise irme de aquella casa desde que entré, sólo sé que aquella escalera me estremecía y que tuve que luchar contra mis propias fuerzas para no observarla de forma más detenida, en lo alto, hacia el piso superior. No sé si estuvimos segundos, minutos u horas porque el paso del tiempo ha ido borrando la huella de la memoria. Sólo sé que aún vuelvo a estremecerme cuando recuerdo aquel momento y que vuelvo a experiementar aquel escalofrío mientras escribo estas líneas, mientras golpeo mi teclado. Clic, clac, clic, clac...

Yo ya había oído aquella historia ocurrida en el pasado. Era una de esas crónicas negras que manchan el nombre de los pueblos y sus habitantes. No obstante, era demasiado vieja para aparecer en la prensa como hubiese ocurrido hoy. Era demasiada profunda para tener cabida en las páginas de sucesos y sociedad como habría sucedido en la actualidad donde la violencia de género, machista o como la queramos denominar ocupa la primera plana de la "trama de la facticidad" (creo que fue lo único que se me quedó de aquella asignatura que nos ofreció Galiana). Me habían contado versiones terroríficas del suceso. Unas veces, el crimen había sucedido de una determinada manera. Otros narradores, en cambio, modificaban las versiones y añadían más o menos datos sangrientos.

Cuando llegué a casa, sin entrar en detalles, le cuestioné a mi madre: "¿Dónde vivían aquellos maestros?".

- Ella se sorprendió: "Ya sabes que los maestros suelen vivir en aquellas casas con ventanas amarillas que desde hace tiempo están reservadas para ellos. ¿A quiénes te refieres?". Pero no era ésa la respuesta que yo aguardaba.

- Los del "crimen", le espeté con algo de respeto y marcando cada palabra con intensidad, como si de esa manera nada malo pudiera pasarme. Ella cambió el semblante, entornó los ojos y miró al infinito, sumergiéndose en ese rincón de la memoria donde guardamos aquello que no nos gusta recordar. Fue demasiado trágico para ella. Los conocía, a ambos, como se conoce a aquellas personas que marcan tu día a día sin llegar a alcanzar el grado de la amistad. Con aquellos que coincides en la panadería, al pasear por el pueblo. Con quienes cruzas saludos y despedidas, cuestiones sobre el tiempo o, tal vez, acerca de la subida de los precios... Ella regresó de su ensimismamiento y me miró a los ojos y me señaló la dirección y el número. ¿Por qué lo preguntas?

- Por nada mamá -le dije alejándome- simplemente, porque hoy he estado allí.

Tengan cuidado cuando lean estas líneas. Nadie sabe quien puede estar leyéndolas con usted. Por encima de su hombro.

lunes, 25 de octubre de 2010

En un ángulo del parque


Al cruzar el parque lo atisbo en el fondo. Paciente, impasible, mirando al frente, como si nada ocurriera a su alrededor. Como si nunca hubiese ocurrido nada, sólo su propia existencia. Hacía bastante tiempo que no reparaba en su presencia. Meses, quizás, incluso años. Pero sigue latente, oculto en la realidad más visible, siendo uno más en medio del parque.

¿Os habéis parado a pensar las mil y una historias que esconden los bancos del parque? Todos y cada uno de ellos alberga toda un arsenal de emociones, sensaciones, vivencias. Historias con final feliz y otras, que no lo fueron tanto. Historias de niños, de jóvenes, de ancianos. De personas que aún viven, de otros, que ya se marcharon. Historias llenas de pasión y desenfreno, historias de dolor y llanto. Historias de amistad y enemistades. De secretos que nunca fueron revelados, de conjeturas, de planes de vidas. De encuentros, de desencuentros, de despedidas...

Ese banco que ahora observo ocupa una frase en la historia de mi vida. Un cúmulo de pocas palabras que se quedaron en la nada, en el olvido y que ahora recuerdo como si aquella persona ya no existiera porque poco tiene de mí y yo, ya nada tengo de ella. Fue un banco, sin más, de esos que se acumulan en el saco de los nombres comunes. Pero me sorprende pensar que aún sigue ahí, en el mismo sitio, mientras mi camino hace ya bastante tiempo que se separó de su senda. Ahora vuelvo a cruzar el parque, y lo observo, sin apenas detener mi paso, sin ni siquiera desviar mi camino. Pero lo miro y el me mira a mí. Me recuerda sus recuerdos y yo rememoro la frase, esa que ocupa en mi vida. Pero al llegar al punto, la frase vuelvo a la memoria y, con ella, prácticamente al olvido. Y sigo caminando, devolviendo una sonrisa y susurrando un adiós que percibe al instante. Sabiendo que, aún habiendo pasado más de una decena de años y, ocurra lo que ocurra en mi vida, él seguirá esperando, en aquel ángulo del parque.

jueves, 14 de octubre de 2010

Un encuentro victoriano


Aguarda sentado en una silla pequeña, como su figura. La toma del revés, apoyando sus brazos en el respaldo. Una postura cómoda que le permite cerrar los ojos y retomar el primer sueño del día, por la mañana, cuando aún restan varias horas para almorzar.

Lo observo desde la distancia que otorga el desconocimiento, la falta de confianza, el respeto. Pregunto a mis allegados de quién se trata, pero nada pueden decirme al respecto. La curiosidad que yo siento en este momento no habita en sus moradas.

Sigo el caminar pausado con el que mi abuela me muestra su nuevo hogar, el que se ha empeñado en escoger, por el que ha abandonado la que fuese su casa durante más de cuarenta años. La novedad le hace feliz y, al mismo tiempo, ha dejado inmersa en una ya conocida tristeza a su familia, la mía, la nuestra. Sin embargo, se muestra satisfecha por compartir habitación, estancias y vida con un puñado de desconocidos que ahora son su día a día, su vida. Deshace la cama para mostrarme las sábanas, blancas, sin ningún atractivo; pero con el inmenso valor del que todo quiere valorarlo, cuando nunca antes jamás lo ha hecho.

La habitación está repleta de fotos de desconocidos, familiares de su compañera de sueños. Algunos peluches dan un toque juvenil a la estancia y un aroma acogedor que me sorprende. Ella también quiere fotos, pero las pide sin pedir, únicamente por la competencia ante una pared que también considera suya. Sólo ha llevado consigo una imagen antiquísima que reposa en el cuadro que enmarca su cabecero. Una foto de otros tiempos, gris, amarillenta, donde un joven deja constancia de su paso por el servicio militar. Con una composición mental, puedo imaginar que esos finos rasgos un día pertenecieron a mi abuelo. Quien le iba a decir a él justo en aquel momento, cuando posaba vestido de militar en tierras canarias, sonriente, con toda la vida por delante, que aquella foto acabaría alojada en aquel lugar.

Nos detenemos en la entrada, recibidor para las visitas, cuando vuelvo a encontrarme con su rostro, duro a la vez que blando, agravado, tallado por el paso del tiempo. De nuevo, está sentado, pero esta vez mira al frente, impasible. No puedo resistir la tentación de levantarme e interesarme. Me dice su nombre: "Manuel", el mismo que llevó a gala aquel joven de la foto que descansa en la cabecera de mi abuela, un legado depositado en sus nietos. Tiene 86 años y me dice orgulloso que es sevillano, de la calle Feria y, muy importante, hermano de Monte-sión. Este dato ilustra su vida y le causa dolor, porque ya son varios años sin poder presenciar a su virgen del Rosario por las calles hispalenses. Yo le hablo de mi familia, de mi pueblo -donde ahora se encuentra y el que desconoce-, de aquella estancia que comparte con mi abuela y él asiente, con su mirada al frente.

Llega la hora de marcharnos y también me despido de Manuel. Le deseo lo mejor en esos días y le sugiero que nos volveremos a ver cuando vuelva de visita. Él, de forma muy cortés, me pregunta por mi abuela y sus impresiones ante su nuevo hogar, siempre hablándome de usted, como si no nos separaran casi 60 años. Me da la mano en la despedida y vuelve a sumergirse en sus pensamientos. Y yo recuerdo las estampas de Orgullo y Prejuicio y Emma de Jane Austen, como si aquel encuentro cortés, victoriano y decimonónico hubiese tenido lugar en pleno siglo XXI.

martes, 5 de octubre de 2010

Recordando al maestro


Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!

Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!

Nube de tempestad que rompe el rayo
y en fuego ornáis las sangrientas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!.

Llevadme, por piedad, a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad! ¡Tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!

He de hacerte una visita, un día de éstos. Como tantas y tantas cosas que aún tengo pendiente. La pasada semana recordé tu figura con un compañero de clase. Le hablé sobre aquel trabajo de la facultad que versaba, en parte, sobre tu persona. Él entendió la similitud entre aquella rima y nuestro trabajo. Y añadió una más que ejemplificaba aquel símil. Cuánta satisfacción el encontrar personas infectadas por la misma locura. Son pocas, encasas, ínfimas.

Te marchaste hace 140 años y, sin embargo, te comprendo tanto... Podría rubricar cada rima, cada verso, casa frase, cada renglón de tus pensamientos, de tus sensaciones, de tus anhelos... Es por eso que me siento heredera de tu posromanticismo, de tu amargura, de tu frustración, con almizcle de pasión y poesía. Voy a tener que aleccionar a aquellas almas vagabundas que tildan mi pluma de bucolismo. Ya tengo una nueva misión por la que levantarme cada mañana. Guíame, maestro
.

lunes, 4 de octubre de 2010

39 escalones


39 escalones. Hacia arriba. Hacia abajo. Con cansancio. Con alegría. Con expectación. Con entusiasmo. 39 escalones separaban la calle Méndez Núñez del aula E5 donde me he formado como profesora de español para extranjeros. Durante cuatro semanas. Intensas. Interesantes. Inigualables. Finalizadas.

Ha sido un mes para grabar con letras de oro, donde he incrementado mis conocimientos, mi nómina de conocidos, mi perspectivas del mundo. Ahora mismo podría entrar en cualquier aula, con Kate, Louise, Sirius, Claudia, Upi, Anna María o con otros rostros desconocidos, y sabría qué decirles y cómo contárselo. Haría lo imposible por entusiasmarles hacia la lengua de Cervantes, mi lengua, la castellana, la española, aquella que amo. Con una planificación cerrada a base de presentación de lengua (no olviden el "input", chicos), su reflexión gramatical, las tareas de forma y de comunicación. Podría versar sobre el cine, las costumbres españolas, la publicidad, el cuento o los misterios...

Hoy, cuando el reloj marque las 15:00 no estaré en el aula B5 con María, Nuria, Antonio y Miguel Ángel. No llegará José Luis tomando con prisas su fruta. Tampoco sonará la banda sonora de Vicky Cristina Barcelona, ni Amelie. No tendremos que salir a contrarreloj a fotocopiar la hoja de observación que siempre se nos olvida. Ni habrá café en el Sur cuando marque las 17:30. No tendremos que volver a Méndez Nuñez para preparar la siguiente clase. Ni nos esperará Patricia para preguntarnos cómo nos va. No pasará la tarde volando. No tendré que tomar el metro de vuelta. Ésa ya no seré yo.

Ahora vuelvo a la cruda realidad. La de buscarse la vida. La de pelear por un sitio. La repleta de incertidumbre. La que me llevará a un nuevo envío de currículum. A la espera. Aún noto el calor cuando abro la primera página de la Gramática Básica del estudiante de español y pienso en María, que ya habrá llegado a Madrid y, quizás, habrá tomado su vuelo hacia Hong Kong, vía Londres. Sé que Carmen estará ultimando sus gestiones para marcharse el jueves a París. Le seguirá Azahara hacia Irlanda; Ana, con el objetivo en Escocia; Ramón, buscando su futuro en Copenhague. Antonio volverá a Londres pronto, donde dejó a su otra mitad.

18 vidas distintas que se han entrecruzado con la mía, en sólo cuatro semanas. 18 personalidades inigualables con tantas inquietudes y deseos que me han enriquecido como persona. 18 compañeros ideales que salvaron conmingo, cada día, esos 39 escalones.

Buena suerte.