domingo, 8 de enero de 2012

Hoy he apagado mi árbol

 

¿Por qué tras marchitarse cualquier periodo festivo se nos embriaga el alma de intensa pena? ¿Por qué hoy me entristezco y apeno, como si el mañana fuera el fin, como si no pudiera abarcarlo con mis brazos, como si no pudiese palpar las riendas de ese camino que he trazado? La rutina que nos hace sentir en calma, ahora se antoja casi de metal incandescente, envenenada, amenazante. Nos atemoriza la idea de no encontrarnos en ese espejo al que miramos cada día. Avistamos el mañana como un muro infranqueable. Nos aturde este eterno domingo sin validez, de pura transición a nuestra propia vida. Un temor que, en sólo unos días, apenas será una huella y, más tarde, nadará en el olvido. Pero que hoy, sólo hoy, nos martiriza con sorna. Nos apaga.

Hoy he apagado mi árbol. He desandado el camino que comencé hace algunas semanas, a sabiendas de su caducidad, de su final previsto. Uno a uno, con mimo, con delicadeza, he depositado los adornos navideños en el fondo de esa caja que ya yace de nuevo en el trastero. Ha simplificado la estancia, ha dicho adiós con sabor a hasta luego, vuelve a invernar en el letargo.

Las figuras del Belén descansan sosegadas en el interior de un mero papel de revista. El niño, junto a las ovejas; el pastor, unido a la hoguera; los reyes, en soledad. No importa el rol que ahora desempeñan, cubiertos con esmero para prevenir su deterioro en el tiempo, en el inmenso tiempo que permanecerán ocultos, abandonados, en una esquina cualquiera de una estancia olvidada.
 
Pasarán once meses, largos, lluviosos, calurosos, dulces, amargos, felices y tristes. Once intensos meses repletos de novedades que aún están por desvelar, que ahora desconocemos. Once amplios meses que quedarán en nada cuando volvamos a desempolvar la ansiada caja. Entonces, parecerá que el año ha pasado en un solo vuelo, olvidaremos meses y acortaremos tramos, en nuestra memoria. Una Navidad se unirá a la otra. Porque los objetos son recuerdos que nos acompañan y nos hacen cíclica esta travesía sin freno.

Hoy la casa está más vacía que ayer. El hogar se vuelve yermo. Las campanas ya no suenan y el aroma dulce de las fiestas pasadas se ha esfumado en la nada. Toca remontar el vuelo, tomar el pulso al nuevo año y adentrarnos en el mes de enero. Un nuevo año, un nuevo sendero que, en este momento, no confunde, nos aturde, mientras pasan las horas de este domingo de hielo.

jueves, 5 de enero de 2012

La noche más mágica del año

Me he despertado demasiado temprano. Como si hubiese dormido mil vidas, sin sueño, insomne. No había motivo ni razón, ni alarma prevista, ni cita concertada, ni ruido que se precie. Sólo el reloj mental, casi matemático, cuasi engrasado que me alertaba de la importancia del día, de la distinción entre el resto de los días mundanos. Casi sin quererlo, he retrocedido en el tiempo, años, tal vez décadas. Me he asomado a otra mañana idéntica a la de hoy, tan fría, tan mágica, tan única. Aquella ya no es mi habitación, ni su estancia mi casa. Aquella imagen que refleja el espejo ya no soy yo, ni los deseos que anhelaba se asemejan ni una pizca a los que me envuelven ahora. Pero allí estaba yo, ilusionada, madrugadora, vigía de la jornada, impaciente por el tiempo que aún estaba por llegar, en ese día, después de la mañana.

La Cabalgata y mi participación en una de sus carrozas ponía el colofón a las fiestas preferidas de aquella niña tímida que soñaba despierta. El disfraz y el maquillaje a primera hora de la tarde, la comida casi inapetecible al mediodía para correr con el alma al corazón de la magia navideña. Horas y horas que se hacían eternas regalando emociones en forma de caramelos, rostros de felicidad, gritos de alegría, música casi celestial y encuentros en esquinas especiales con familiares que hoy volverán a observar las carrozas desde el cielo. De vuelta a casa, embriagada del sabor del día de reyes, tocaba colocar polvorones y copitas de anís para la ansiada visita nocturna; los zapatos, en su lugar; el cubo repleto de agua para los sedientos camellos; y el deseo de captar todo el cansancio del mundo para que los ojos se cerraran y, pronto, fuera ya mañana.

Hoy no habrá cabalgata, ni maquillaje especial, ni disfraz que se precie, no bañaré las calles con pastillas dulces ni observaré la felicidad de los rostros que observan mi carroza. Porque hoy ya casi he pasado de los treinta y es casi un esfuerzo seleccionar estos recuerdos de mi memoria. En cambio, he vuelto a madrugar, a levantarme al alba, he terminado de envolver y empaquetar los últimos regalos y les he prestado un rincón especial en el calor de mi casa, otra distinta, otra diferente. Un hogar que alberga la ilusión de una familia nueva, la que yo he elegido, la que he empezado a formar. 

Y sé que, mañana, cuando los rayos de sol aún permanezcan reposando sobre su almohada, volveré a despertarme temprano, casi sin sueño, como si hubiese dormido mil vidas y, nuevamente, me tocará despertar con ilusión a aquellos que me rodean. No salvaré la mera distancia de la cama de mi hermana de un salto, ni entraré a borbotones en la habitación de mis papás, ni prepararé ninguna búsqueda del tesoro para el más pequeño. Porque, ahora, mi casa ya es otra y, como diferente, ha llegado el momento de sembrar una nueva tradición. Con la misma ilusión, con idéntica chispa.

Los tiempos cambian, y nosotros permutamos con ellos pero, sin embargo, aún existe una luz en nuestro interior que nos recuerda los niños que fuimos, los que todavía somos y los que seguirán. Mientras abrimos los ojos a la mañana.