jueves, 30 de junio de 2011

Lo único que se les resistió a Goya y Beethoven



Cuando comenzamos a rozar nuestro primer año de vida, nos arrancamos a esbozar nuestras primeras palabras. Balbuceos, meros sonidos que nos afanamos por repetir, por imitar. Comenzamos a percibir nuestro primer contacto con la realidad en el vientre materno. Desde nuestros primeros segundos de vida, nos enfrentamos al banal ruido que produce la realidad, nuestro mundo circundante. Sumamos meses captando, asimilando, madurando hasta que un día, sin más, tomamos impulso y emitimos nuestras primeros sonidos, nuestros primeros fonemas, aparece nuestra voz y nuestro papel en el mundo. Nosotros. Yo.

A partir de ese momento, nos corregirán hasta la saciedad. Nuestros familiares, nuestros amigos. El orden de las frases, la irregularidad de ciertos participios, la "s" y la "z", esa "r" que cuesta pronunciar cuando va acompañada de una consonante... Más tarde, iniciaremos nuestro primer contacto con el estudio de la lengua: dictados, redacciones, análisis de oraciones, comprensión lectora, expresión oral, ortografía, gramática, análisis textual... Toda una carrera vitalicia para aprender a hablar, para expresar nuestros sentimientos, para perfeccionar nuestras emisiones, para alzar la voz.

En cambio, nunca nadie nos enseñará a escuchar. Jamás cursaremos una asignatura que nos ofrezca técnicas para centrar la atención en aquello que nos muestran los demás. No habrá teorías que nos permitan saber cómo situarnos en el papel de los otros. Como ayudar sobre aquello que nos confían. "Saber hablar y escuchar, es saber dos veces", sentenciaba Cervantes por aquellos años a caballo entre los siglos XVI y XVII. Y, en cambio, nada aún ha dado visos de realidad a tal acertada sentencia. Sabemos hablar, y mucho, pero escuchar, muy poco.

Hace apenas una semana, aguardaba paciente en la sala de espera de un centro de salud banal, cualesquiera de los que se agolpan en cualquier ciudad. Esperaba mi turno, como siempre, retrasado; y me maldecía por no haber sido precavida y haber depositado mi libro de lectura en el fondo de la bolsa que me acompañaba en aquella estancia. Ahora, tendría que esperar con la única esperanza de fijar mi vista en el horizonte y, con suerte, sumergirme en alguna idea, pensamiento o divagación que me abstrajera de la realidad y que, además, fuera lo suficientemente interesante para ayudarme a pasar el tiempo de forma fugaz. Pero no lo conseguí...

Cada vez que intentaba dicha empresa, alguien preguntaba la hora que me correspondía y, sin yo preguntar, esas personas me espetaban el turno que les pertenecía a su vez. Todo el mundo actúa igual en un lugar como éste. Se afanan por dejar presente que no están allí por estar -algo que todos sabemos de antemano- y, con un poco de suerte, incluso te cuentan su problema, a modo de ensayo general antes de la puesta de largo en la consulta. Yo me encontraba atravesando el puente entre la realidad y la ensoñación cuando una conversación trivial, compartida por dos señoras de edad avanzada que aguardaban pacientes justo en la fila de asientos delantera, me expulsó de pleno a la realidad. Luché por no oirla, por no adentrarme en sus sonidos y palabras, por evadirme, pero el nivel de decibelios que percibían mis oídos no me lo permitieron y, abandonada a mi suerte, acabé escuchando aquella conversación:

Señora A: "Pues mi hija a ido este fin de semana a Roquetas de Mar, a Almería...".
Señora B: "A mí la playa que me gusta es la de Chipiona"-respondió su vecina de localidad a la que, al parecer, conocía desde hacía algún tiempo.
A: "Bajaron a la playa con la ilusión de hacer un castillo de arena, ya sabes, para los niños...".
B: "En Chipiona, los niños se puden bañar cómodamente, porque no les cubre al entrar en el mar...".
A: "Pero resulta que, finalmente, en Almería las playas son de piedra, y no pudieron hacer nada...".
B: "Yo me suelo bañar con mis nietos, porque a ellos les gusta mucho el agua del mar...".
A: "Han estado allí unos días, y volverán mañana".
B: "¡Cómo disfrutan mis nietos en Chipiona!"

Si ya fue demasiado suplicio asistir sin ninguna intención a una conversación como aquella, aún fue mayor el estupor de percibir que ambas señoras habían mantenido una conversación paralela. Hablaban sin escuchar. Hablaban para escucharse. Meditaban sus palabras justo cuando el turno de palabra pertenecía a la otra persona y, mientras tanto, ignoraban los sonidos que llegaban a sus oídos. Si es que llegaron. En este instante, me di cuenta la facilidad con la que contamos nuestro mundo, nuestra vida, la experiencia personal, la de nuestros familiares y amigos, nuestra realidad. En cambio, cuánto nos cuesta adentrarnos en la realidad del otro, en la lejanía. Escuchar y comprender sin más, por simple ayuda, por empatía, sin comparar una y otra vez su realidad con la nuestra. Sin limitarnos a escuchar una mera palabra suelta de todo el contexto para construir nuestro propio discurso olvidando el del otro.

Ellas construyeron una realidad juntas, la playa, un simple anzuelo para elaborar su vida en torno a la citada palabra. El resto, sobraba. Sólo oyeron su propio discurso. Nadie escuchó nada de nadie. Sólo yo que, sin querer, percibí y analicé todo lo que allí contencía para que hoy, enfrascada en la preparación de unas clases y empapada de veraniego sudor, las inmortalice en estas líneas. Afanense por saber hablar pero no olviden que, a veces, muchas veces, es doblemente mejor escuchar.