jueves, 29 de julio de 2010

A ti, Manué


Sólo lo conozco por una fotografía. Bucólica, campestre, silvestre como, al parecer, era su propia persona. Vestido de negro, melena al viento, impasible, sonriente, observando a la cámara, lleno de una vida que se le escapó a borbotones, al comienzo de noviembre, cuando caía la tarde.

Dicen que era alto y espigado, todo un adonis conocido por su popularidad entre grandes y pequeños, jóvenes y adultos. Un líder, gran hermano, mejor hijo, amigo de sus amigos, con unas tremendas ganas de vivir. Consumió sus días exprimiéndolos al máximo, sin dejar jugo, como si supiera que nunca alcanzaría la veintena. Tuvo sueños de gigantes, pero fue derribado de sus fantasías, de sus ilusiones, de su vida, cuando volvía a casa, a punto de comenzar su andadura vital lejos de su tierra. Sus aspiraciones se convirtieron en pesadillas.

Su recuerdo está enmarcado en casa desde que tengo uso de razón. Siempre sereno, paciente. Desde su habitáculo en el salón ha observado mi crecimiento y el de mis hermanos, ha sido testigo de los grandes momentos que nos ha regalado la vida y también de los más tristes. Siempre atento, joven, imperturbable, inalterable, siempre él. Hoy habría superado la barrera de los 55, pero él siempre tendrá 18 años en mi memoria, en mi retina y en esa imagen que ha quedado grabada a hierro en la mente de todos y cada uno de aquellos que le conocieron. Tan joven, tan lleno de vida.

Se marchó una tarde de noviembre, de vuelta a casa, cuando su hermana planchaba su ropa, aquella que nutriría su equipaje con el que partiría a Barcelona la mañana siguiente. Demasiado joven para sufrir aquel varapalo, demasiado inocente para tener que decir adiós a un hermano, demasiado castigo para sus 16 años. El asfalto, siempre el asfalto. Todos fueron cábalas desde entonces, nadie vio lo sucedido, sólo quedaron las hipótesis, las especulaciones que su padre tejió a fuego lento durante el resto de su vida, preguntando por la zona, recorriendo el trayecto una y otra vez, y aún con más ahínco en otoño, al comienzo de noviembre.

Ayer volví a oir aquella historia, ésa que relata mi madre con los ojos secos, porque ya es imposible derramar más lágrimas. Ésa que repite desviando la mirada, oteando el horizonte, como si quisiera recorrer cada rincón de su memoria, para no perder ninguna información, para recordarlo intacto. Ha encontrado su viva imagen en su hija, en mi hermana. Y lo dice bajito, casi susurrando, por temor a perder esa magia, por miedo a que se escape la chispa.

Y a mi me cuesta creer que fue una persona, que tuvo un lugar privilegiado en la vida de mis seres queridos, que tenía voz y un aroma personal, una risa característica, una vida. Para mí siempre será un ángel, el mismo que me observa con una mirada intensa desde que era pequeña, aquel que siempre me observa cuando giro el rostro a su encuentro, impasible, sonriente, protagonista de aquella fotografía bucólica, campestre, silvestre como, al parecer, era su propia persona.

A mi tío Manuel y a sus eternos 18 años.

viernes, 23 de julio de 2010

Trazando nuestro futuro


Aún no he podido entrar en la habitación. Lo hago a escondidas, a hurtadillas, sin mirar, a oscuras. Toda está como lo dejé. Como si la última prueba hubiese tenido lugar ayer mismo. No he recogido nada. No he modificado ni un ápice. Todo permanece vivo, esperándome. No quiero romper la magia que me ha acompañado durante este tiempo. Ese ambiente de optimismo e ilusión que me ha dado empuje para desempeñar con ahínco este trabajo. Esa atmósfera que se resquebrajó el pasado viernes de un solo zarpazo. ¿Sólo ha pasado una semana?

Cuando uno tiene un futuro por delante, una nueva vida que decidir e idear, se marea. Se inunda de un vértigo que nunca antes había sentido. Ni siquiera a los 18, cuando tienes que realizar tu primer viraje. Es como si hubiesen depositado sobre mis manos un enorme cuaderno con hojas blancas y un boli. Como si hubiesen parado el tiempo para mí y me dieran todo el impulso posible para comenzar a escribir. Mi historia. Como cuando era pequeña y apenas contaba con siete años. Escribía mis propias ideas en un cuaderno de cuartilla, de dos rayas, e ilustraba cada relato con un dibujo. Las letras, siempre las letras.

He sido siempre una niña precoz. Aprendí a leer con cuatro años y, como ya he relatado, escribía mis historias con seis o siete. En primero de EGB, un sistema que ya suena a centenario, realizaba ejercicios de segundo, porque me aburría como una ostra en clase, mientras el resto de mis compañeros aún estaban aprendiendo a leer y a unir palabras. Actividades de ampliación, que se llaman hoy en día. Tuve matrícula de honor en COU y me ponía de los nervios cada vez que un notable empañaba mi siembra de sobresalientes en algún trimestre del Bachillerato. Demasiado perfeccionista.

Por eso no acepto la nota con la que se resume mi oposición. No rubrico la calificación. Porque no es la mía. Lo sé y lo saben todos. Incluso los que la han imprimido junto a mi nombre y apellidos. No logro entenderlo y no lo entenderé jamás. Han jugado a ser Dios, pero es un papel demasiado grande, demasiado pesado, de difícil manejo.

Cuando apenas contaba con seis o siete años, y cursaba segundo de EGB, una de esas maestras que dejan huella me dio un consejo. Una moraleja que se quedó grabada en mi cabeza. y aún resuenan cuando las rememoro. Optó por calificar mi examen con un 9,98 y dejó que el resto de mis "competidores" de la clase se mofaran de su nota superior. "Te he ganado, te he ganado", decían varios al pasar por delante de mi pupitre. Yo no pude reprimir las lágrimas, apenas levantaba un palmo del suelo y sentía la impotencia a mi alrededor. "¿Por qué me lo reprochan si siempre es al contrario y yo jamás lo hago?". Pilar me llamó a su mesa y pidió que echara un vistazo a su cuaderno de notas. Allí, junto a mi nombre, había trazado un diez, pese a que lo había rebajado en el examen que nos entregó de vuelta. "Tienes que saber que estas cosas pasan. Siempre habrá gente mejor que tú, vayas donde vayas, hagas lo que hagas. Y tendrás que aprender a reaccionar cuando eso ocurra".

Esta semana, de nuevo, han vuelto a darme ¿una cura de humildad? Han puesto una calificación bajísima en mi casillero pese a que la que aparece en sus propios cuadernos es superior. Lo sé y lo saben todos. Lo peor, es que este no es un simple examen de segundo de EGB, no conozco a esas personas que pasan mofándose por delante de mi pupitre y yo ya no tengo siete años.

lunes, 19 de julio de 2010

En homenaje a vosotros


Las situaciones extremas, los malos momentos, las experiencias poco agradable, la vida misma siempre golpea dos veces. El golpe negativo, el mazazo, la desilusión, siempre va acompañado de una ráfaga de positividad, de satisfacción. Una caricia que permite que tu disgusto se torne en sonrisa. Un hálito de felicidad que ayuda a ir desplazando lo oscuro, lo negativo, lo que a nadie le gusta.

Dejando al margen todo lo sucedido en los últimos días, por no extenderlo a las últimas semanas, hoy me he levantado feliz. Una felicidad que me han proporcionado todas y cada una de las personas que me han apoyado, no sólo en las últimas 72 horas, sino en cualquier espacio de tiempo desde el pasado 3 de septiembre. Y es tan inmensa mi gratitud, que es imposible plasmarla en un papel, ni siquiera, describirla a través de palabras, mis palabras.

Nunca en un año tan solitario como el que me ha tocado vivir he sentido tanta muchedumbre a mi alrededor. Las nuevas tecnologías me han permitido sentir el apoyo de todas las personas que merecen la pena. Redescubrir amigos, adentrarme en la vida de conocidos, saber que muchas personas más o menos cercanas se han acordado en algún momento de mí. Y eso no tiene precio ni palabras ni gestos que ayuden a recompensarlo.

Gracias a mis ex compañeros de trabajo, que siempre han tenido un segundo para apoyarme. Tanto los que compartían el mismo techo, como los que me acompañaban día tras día en el microclima de la ciudad deportiva. Sin olvidar a mis chicos de toda España, a los que conocía a la perfección por nuestras conversaciones telefónicas (Nacho, Agustín...). A aquellos que compartieron redacción en La Cartuja durante unos largos e intensos cinco años, tanto los que se marcharon a otros medios (Samu...), como los que aún continúan luchando por el Correo (Bernardo, Clara...).

A esos amigos que un día compartieron sueños de adolescencia en la Calle Martínez de Medina y que, aunque la vida les ha alejado en el espacio y en el tiempo, han vuelto desde la red para mostrar su empuje (Fede, Macario, Patricia, Álvaro...) A aquellos que cruzaron sus caminos en la facultad (Dolores) o en la vida misma (Marta, Silvia, Alfonso...). A mis chicos del parque (Manoli, Ignacio, María, Puri, Isa, Leonor...)

A mis AMIGOS de toda la vida, los de Brenes, con los que compartí infancia, adolescencia y tantas y tantos momentos. Gracias, mil gracias, por estar ahí aunque nos veamos menos y estemos más alejados. No podría poner nombres y apellidos porque me llevaría hasta mañana. Y vosotros sabéis perfectamente a quiénes me dirijo porque me refiero a todos.

A Javi, Juan Pedro, Óscar, Víctor, Carlos, Ale, Maribel, Sandra, María, Salu, Blanca, Gabi. Por las copitas por el centro, por los encuentros navideños, por mi cumple, por la feria, por el encuentro gastronómico, por los partidos de España, por la final... Y por estar siempre cerca cuando se os necesita.

A Lorena y Manolo, por compartir con nosotros uno de vuestros mejores años. A Mª Ángeles y Manolo. Sin más, a secas, porque con decir sus nombres lo digo todo.

A mis chicos del Club de los Miércoles, con los que he compartido sangre, sudor y lágrimas, y donde he conocido a tanta gente que merece la pena. Mª Trini, Macarena, Anabel, Mª Carmen, Rubén, Juan, Ana, Rocío, Mª Dolores (Lola), Dámaris, Laura...

A mi familia. Sobre todo, a mi familia. Por ser la mejor familia del mundo. La carnal y la política. A mis padres, mis hermanos, mis abuelas, mis tíos, mis primos... A mis suegros, a Blanca. A Ito y a Jóse que leen mi blog y que permitieron que mi año de clausura oliera a azahar, a romero, a incienso, a lavanda... A Nala y a Scotty, que han estudiado conmigo cada tema, que han escuchado cada exposición, que me entienden con sólo una mirada y quienes fueron los primeros en consolarme cuando más lo necesité.

A todos aquellos anónimos, o amigos lejanos, o conocidos... que en algún momento han leído mis pensamientos, mis alegrías, mis frustaciones, mi felicidad, mi pena... desde esta humilde ventanita al mundo.

Y a ti. Porque sin ti la vida no tendría sentido. Yo no sería yo ni mi camino tendría recorrido. Por iluminar mi vida cada día, por levantarme siempre que me caigo, por confiar en mis posibilidades, por ver siempre lo positivo, por apoyarme en todo, por ofrecerme tu mano. Por ser tú. Por estar ahí. Y por aquel arco que construirte un otoño cualquiera.

Y a todas aquellas personas que me he dejado en el tintero pero que están en mi memoria. Sobre todo, los que me han iluminado desde arriba. Siempre.

Gracias, gracias, porque jamás merecí tanto.

viernes, 16 de julio de 2010

¿Y ahora qué?


Es el momento de sentarse a reflexionar y yo no sé si tengo las fuerzas suficientes para hacerlo. He pensado tan-to en este momento. He imaginado tan-to la llegada de este día. He soñado con tal variedad de registros y números, opciones posibles, situaciones factibles. Tanto, para nada.

¿Y ahora qué? Si alguien tiene la respuesta, por favor, no dude en mostrármela porque yo me he quedado sin argumentos. Es tal la ceguera que me inunda desde el fatídico mediodía que he perdido mi rumbo. Y duele, creánme que duele, tanto que es el propio dolor el que me tiene anestesiado el sentido. Me duele porque la vida es injusta. Me duele porque he renunciado a mucho para marcharme con los bolsillos vacíos. Me duele porque yo he demostrado más de lo que han querido ver. Me arde porque, como todo en esta vida, es injusto. Me escuece por los que, por mucho menos, han llegado más alto. Me mata porque, una vez más, me deja aislada, sin rumbo. ¿Habrá algún rincón reservado para mí? ¿Encontraré algún día mi sitio?

Yo no pido mucho. Nunca lo he hecho. No soy caprichosa, ni necesito lujos. Sólo pido que alguien me reconozca mi esfuerzo. Sólo quiero que alguien ilumine ese camino que siempre me han enseñado. Una vez me dijeron que el trabajo duro siempre es premiado. Una vez me enseñaron que el esfuerzo siempre tiene su recompensa. Desde pequeña me han advertido que los objetivos se consiguen con esfuerzos. Y, una vez más, se ha vuelto a caer la venda de mis ojos. Todo es una falacia, un cuento chino, una milonga. Puro teatro.

La vida es una mentira que alguien se inventó y que a otros le interesó seguir. De nuevo, vuelvo a saborear la hiel de la injusticia. La derrota moral. El dolor. Y no hay consuelo que me alivie el sufrimiento que hoy me embarga. Pero eso será hoy, sólo hoy. Porque no dejaré que esta angustia vuelva a estropearme el futuro. Toca reinventarse, imaginar nuevos destinos. Aunque, permítanme, que eso sea mañana.

miércoles, 7 de julio de 2010

Visita a la cuna del castellano


Al tiempo que comienzo a vislumbrar la luz al final del camino, no exenta de pavor y nerviosismo, mis pupilas han iniciado el modelaje de un merecido viaje estival. La idea surgió de la nada, empezó a contener visos de realidad cuando la hice pública a mi acompañante el pasado fin de semana y ya se ha convertido en un proyecto mutuo, que será madurado en breve.

Nuestro itinerario contendrá los términos de La Rioja y el País Vasco como puntos fuertes. De repente, por puro azar, como fruto de la casualidad, ha llegado a mí la inmensa necesidad de conocer la España riojana. La ruta del vino, el germen del castellano, el románico en su esplendor. Pero sólo, como aperitivo a esa Bella Easo que desde hace tiempo me reclama.

El norte de España tiene un magnetismo especial que, por contra, no repele a mis condiciones sureñas. Más bien, se erige como un complemento perfecto a mis raíces. Una visión diferente a mis recuerdos. Una magia que me enamoró desde que conocí Asturias en 2005. Allí dejé un trozo de mi corazón que recuperaré algún día, no demasiado lejano, espero.

Pero no podría alcanzar el norte sin mi medular perfecta. No entiendo la extensión de la geografía sin pasar, al menos, una jornada en Castilla, la Vieja, siempre Castilla. Allí donde todos ven la nada, yo proyecto mis imágenes. Atravesar pueblos de nombres infinitos, con calles sin asfaltar. Asfixiados por el sol castellano que castiga agosto. Esas plazas solitarias donde se celebraban los bailes estivales que describe Carmen Martín Gaite en sus obras. Esa España de la posguerra, machista, casi misógina, donde no hay cabida para la esperanza. Donde no existe la posibilidad de elección.

Ya saboreo en mi paladar el regusto almibarado de la ruta de la Plata, aunque con el resabio de la culpabilidad. No deberían existir distracciones, ni imágenes evocada, ni un más allá. El mañana empieza hoy y mi vida sólo existe para el próximo miércoles. Fin del trayecto.

martes, 6 de julio de 2010

Siete, ¿número mágico?




Apenas resta una semana para el final del trayecto. Siete días para alcanzar la gloria o digerir la hiel de la derrota. Siempre una derrota moral, como la que solía portar Don Quijote en sus regresos a casa. El siete siempre me ha parecido un número mágico. El siete es el número de mi tribunal. Los pecados capitales son siete. Los siete jinetes del Apocalipsis. Las siete columnas es el título de aquel libro de Fernández Flores. ¡Oh, ansiado tema 64 que nunca apareciste!

Ahora le temo a la nada. Al vacío. A la desorientación. A la ausencia de rumbo. Después de casi diez meses manejando este velero a través del mar de la oportunidad, temo la llegada a puerto. Me da miedo vislumbrar el embarcadero donde anclaré mi buque y, sin anestesia, darme de bruces con la cruda realidad. Todo o nada, ¿o medias tintas? Incógnita, realidad, al igual que aquellas obras de Pérez Galdós que me han acompañado hasta la fecha.

Echaré de menos ese mar inmenso de sabiduría. Añoraré el reto del trabajo arduo, la dedicación, los obstáculos. Y ya recuerdo con pena la ausencia porque no sé aún que me quedará en las manos. El tiempo, siempre el tiempo. Ése que juega en nuestra contra y, al mismo tiempo, marca todo nuestro devenir. Una semana más, y otros varios días para hallar la solución a tanto misterio. La gloria o el infierno.

¿Y qué habrá después de todo esto? ¿Qué será de mí? No concibo mi vida sin palpar el tema 52, mientros preparo los versos que adornarán el 38 y rememoro cada obra del 65. Horas y horas dedicadas a navegar por un océano que podría haber sido ficticio.

De cualquier modo, yo sé que ya no soy yo. Ese yo ahora mantiene adherido otras connotaciones. Se ha impregnado de la esencia de otras personas, de la sabiduría de otras mentes. Yo soy una nueva persona, la misma que abandoné a los 18 años. Aquella que se afanaba por aprender. Ésa que se fascinaba con unos versos. La que vibraba con horas y horas de estudio. Creo que éste es mi camino. Donde me siento plena, donde me siento yo. Donde no tengo que volver a preguntarme qué hago yo aquí, como aquellas mañanas al sol, ante las largas esperas para conseguir cualquier declaración banal de un personajillo sin formación.