miércoles, 7 de julio de 2010

Visita a la cuna del castellano


Al tiempo que comienzo a vislumbrar la luz al final del camino, no exenta de pavor y nerviosismo, mis pupilas han iniciado el modelaje de un merecido viaje estival. La idea surgió de la nada, empezó a contener visos de realidad cuando la hice pública a mi acompañante el pasado fin de semana y ya se ha convertido en un proyecto mutuo, que será madurado en breve.

Nuestro itinerario contendrá los términos de La Rioja y el País Vasco como puntos fuertes. De repente, por puro azar, como fruto de la casualidad, ha llegado a mí la inmensa necesidad de conocer la España riojana. La ruta del vino, el germen del castellano, el románico en su esplendor. Pero sólo, como aperitivo a esa Bella Easo que desde hace tiempo me reclama.

El norte de España tiene un magnetismo especial que, por contra, no repele a mis condiciones sureñas. Más bien, se erige como un complemento perfecto a mis raíces. Una visión diferente a mis recuerdos. Una magia que me enamoró desde que conocí Asturias en 2005. Allí dejé un trozo de mi corazón que recuperaré algún día, no demasiado lejano, espero.

Pero no podría alcanzar el norte sin mi medular perfecta. No entiendo la extensión de la geografía sin pasar, al menos, una jornada en Castilla, la Vieja, siempre Castilla. Allí donde todos ven la nada, yo proyecto mis imágenes. Atravesar pueblos de nombres infinitos, con calles sin asfaltar. Asfixiados por el sol castellano que castiga agosto. Esas plazas solitarias donde se celebraban los bailes estivales que describe Carmen Martín Gaite en sus obras. Esa España de la posguerra, machista, casi misógina, donde no hay cabida para la esperanza. Donde no existe la posibilidad de elección.

Ya saboreo en mi paladar el regusto almibarado de la ruta de la Plata, aunque con el resabio de la culpabilidad. No deberían existir distracciones, ni imágenes evocada, ni un más allá. El mañana empieza hoy y mi vida sólo existe para el próximo miércoles. Fin del trayecto.

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