viernes, 23 de julio de 2010

Trazando nuestro futuro


Aún no he podido entrar en la habitación. Lo hago a escondidas, a hurtadillas, sin mirar, a oscuras. Toda está como lo dejé. Como si la última prueba hubiese tenido lugar ayer mismo. No he recogido nada. No he modificado ni un ápice. Todo permanece vivo, esperándome. No quiero romper la magia que me ha acompañado durante este tiempo. Ese ambiente de optimismo e ilusión que me ha dado empuje para desempeñar con ahínco este trabajo. Esa atmósfera que se resquebrajó el pasado viernes de un solo zarpazo. ¿Sólo ha pasado una semana?

Cuando uno tiene un futuro por delante, una nueva vida que decidir e idear, se marea. Se inunda de un vértigo que nunca antes había sentido. Ni siquiera a los 18, cuando tienes que realizar tu primer viraje. Es como si hubiesen depositado sobre mis manos un enorme cuaderno con hojas blancas y un boli. Como si hubiesen parado el tiempo para mí y me dieran todo el impulso posible para comenzar a escribir. Mi historia. Como cuando era pequeña y apenas contaba con siete años. Escribía mis propias ideas en un cuaderno de cuartilla, de dos rayas, e ilustraba cada relato con un dibujo. Las letras, siempre las letras.

He sido siempre una niña precoz. Aprendí a leer con cuatro años y, como ya he relatado, escribía mis historias con seis o siete. En primero de EGB, un sistema que ya suena a centenario, realizaba ejercicios de segundo, porque me aburría como una ostra en clase, mientras el resto de mis compañeros aún estaban aprendiendo a leer y a unir palabras. Actividades de ampliación, que se llaman hoy en día. Tuve matrícula de honor en COU y me ponía de los nervios cada vez que un notable empañaba mi siembra de sobresalientes en algún trimestre del Bachillerato. Demasiado perfeccionista.

Por eso no acepto la nota con la que se resume mi oposición. No rubrico la calificación. Porque no es la mía. Lo sé y lo saben todos. Incluso los que la han imprimido junto a mi nombre y apellidos. No logro entenderlo y no lo entenderé jamás. Han jugado a ser Dios, pero es un papel demasiado grande, demasiado pesado, de difícil manejo.

Cuando apenas contaba con seis o siete años, y cursaba segundo de EGB, una de esas maestras que dejan huella me dio un consejo. Una moraleja que se quedó grabada en mi cabeza. y aún resuenan cuando las rememoro. Optó por calificar mi examen con un 9,98 y dejó que el resto de mis "competidores" de la clase se mofaran de su nota superior. "Te he ganado, te he ganado", decían varios al pasar por delante de mi pupitre. Yo no pude reprimir las lágrimas, apenas levantaba un palmo del suelo y sentía la impotencia a mi alrededor. "¿Por qué me lo reprochan si siempre es al contrario y yo jamás lo hago?". Pilar me llamó a su mesa y pidió que echara un vistazo a su cuaderno de notas. Allí, junto a mi nombre, había trazado un diez, pese a que lo había rebajado en el examen que nos entregó de vuelta. "Tienes que saber que estas cosas pasan. Siempre habrá gente mejor que tú, vayas donde vayas, hagas lo que hagas. Y tendrás que aprender a reaccionar cuando eso ocurra".

Esta semana, de nuevo, han vuelto a darme ¿una cura de humildad? Han puesto una calificación bajísima en mi casillero pese a que la que aparece en sus propios cuadernos es superior. Lo sé y lo saben todos. Lo peor, es que este no es un simple examen de segundo de EGB, no conozco a esas personas que pasan mofándose por delante de mi pupitre y yo ya no tengo siete años.

No hay comentarios:

Publicar un comentario