martes, 22 de junio de 2010

Somos el tiempo que nos queda... y el que aún somos.


Ayer, por casualidad, me topé con este lienzo de Dalí que descansa inmanente en el MOMA de Nueva York. Lo he visto muchas veces, pero nunca antes me había parado a observarlo con detenimiento. Quizás, porque el surrealismo, en particular, y las vanguardias, en general, nunca han tenido demasiado atractivo para mi persona. Soy romántica y realista a partes casi iguales, creo, y el mundo onírico y del absurdo no casa en demasía con mis preferencias.

Fue su título lo que captó mi atención: La persistencia de la memoria. Fue su enunciado lo que me llevó a indagar en Internet -bendita fuente incansable de información- y a profundizar sobre su esencia.

Quiso el catalán marcar la cara más negativa del paso del tiempo, una nota que suena constante en la historia del arte en mayúsculas. Manrique, Quevedo, Unamuno, Machado... ¡Oh, la vie, la vie! Hoy, y sin que sirva de presedente, quiero romper una lanza a favor de este paso del tiempo. Hoy quiero alabar y exaltar el enriquecimiento que produce en nuestra persona el paso del tiempo. Hoy quiero gritar en mayúsculas que he aprendido más en el último año que en todo los cinco anteriores.

Extraigo, por tanto, ex concesso la idea que quiso plasmar Dalí en su mundo irreal y fantasioso. Mientras rezo por la persistencia de mi memoria, aquella que me permite dislucir sin complicaciones pequeños detalles de la vida que aún mantengo archivados como obras de cabecera.

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