sábado, 6 de agosto de 2011

El palpitar de la sala de profesores





Nunca pensé que la convivencia en una banal, pequeña y sucinta sala de profesores pudiera llenar tanto el devenir de mi existencia. Compartir vivencias, experiencias, prestar y solicitar la ayuda de la mano curtida y experta, simplemente, reír; contar y escuchar anécdotas, nervios de última hora por una clase que no está tan pulida como querría, el sonido de las páginas que repletan los manuales y que pasamos nerviosos en busca de esa actividad que ya de sobra conocemos o que, quizás, estamos conociendo por primera vez. El metálico sonido que emite la fotocopiadora en marcha, el atasco de papel que cosquillea la paciencia del autor de su obra. La chirriante melodía de la guillotina y... la vida, tanta vida a nuestro alrededor.

Apenas pude dormir aquella noche. Soñé una y otra vez con la sintaxis, la subordinación, aquellos complementos del verbo que un día estuvieron en mi mano y que hoy toca volver a conquistar. Con paciencia, lentamente. Tocaba enfrentarse a un nuevo reto y mi mente, siempre mi mente, aguardaba con expectación el momento del debut. Tantos nervios, tantas dudas, tanto temor, que escuché una y otra vez como la voz de mi conciencia pedía a gritos tirar la toalla. Pero no la tiré. Arribé en aquella mágica sala de profesores con el pavor de la mano. Aún tendría que franquear dos clases, un total de seis horas, entre presentes irregulares y uso de los pasados con estudiantes más o menos complicados que, sin embargo, no preocupaban. Sólo aquella clase, de una hora, llegada la tarde, me mantenía el alma en vilo. Me asustaba.

Apenas pasaban quince minutos de las nueve. El sonido anunciante de la campana que marca el inicio de clase aún flotaba en nuestro alrededor y, pese a todo, me dirigía hacia mi aula aún con las oraciones en la mano. Temblaba por un duelo que aún se retrasaría. Vagaba por un mundo insano que estaba comenzando a hacer mella, dudaba, flotaba en la angustia, pensaba. Me afanaba en mi miedo cuando, de repente, sólo una frase, una entonación, una cadencia en la emisión del sonido, un paralenguaje, me rescató del fondo de aquel mar de dudas y me condujo firmemente hasta la superficie. Ella se interpuso en mi camino, me agarró del brazo y con toda la tranquilidad que pudo encontrar en su alma me transmitió la máxima seguridad posible.

No puedo reflejar fielmente sus palabras, no puedo reproducir sus frases, pero puedo recordar la paz que me transmitieron en la inmensidad de aquella humilde sala de profesores. Me hizo ver mi valía, comprendió un temor que todos pasan en los aledaños de cualquier reto de tal calibre, y me aseguró que nada es vital ni tan importante para nadie. Esas son otras cosas que, por suerte o por desgracia, nunca estarán en nuestra mano, en la mía, en la suya. Y lo hizo con la mayor brevedad posible, usando sólo las palabras necesarias y empleando el sonido más adecuado. Y se acercó en el momento que más lo necesitaba, cuando más lo requería, sin que nada ni nadie se lo pidiera. Y me regaló aquel consejo que siempre he buscado y que, después de tantos años de trabajo, nadie me había ofrecido, de una forma tan gratuita y sin esperar nada a cambio.

No hizo falta más para que el aire viciado que ya estaba respirando se purificara. Para que levantara la cabeza y enviara aquellas oraciones al fondo de la carpeta, a la clase de la tarde, al lugar que le correspondía. Para comenzar el día con la mayor energía posible y para asegurarme de que no hay nada que se nos pueda resistir si nos empleamos con compromiso e interés y dando lo mejor de nosotros mismos. Y salía de aquella sala de profesores, mágica, sabiendo que, en ese momento, me encontraba en el mejor de los lugares en los que podría estar, haciendo lo mejor que sabía hacer y disfrutando de lo mejor que se podría disfrutar.

Y pude con la sintaxis, con las múltiples oraciones y envenené a mi pupilo con el elixir que me da la vida; la Literatura. Pero eso, por el momento, habrá que dejarlo aparcado en mi tintero para endulzar una futura descripción de cómo comencé a sentirme profesora.

Mientras siento palmitar el corazón inmenso de la sala de profesores.

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