viernes, 19 de agosto de 2011

Supervivientes de una cíclica batalla

No pude ocultar mi decepción cuando eché un vistazo al campo de batalla. La fuerza devastadora del enemigo había aplastado sin miramientos, piedad, consuelo o compasión todo aquel elemento que se había hecho paso en su camino. Con mano de hierro. Con dureza. Casi sin alma. Como buena analítica de la situación, supe que aquel fatídico hecho volvería a ocurrir en cualquier momento. Fui consciente de que las líneas enemigas comenzaban a avanzar de nuevo, y un escalofrío helado atravesó mi ser cuando vislumbré que nada podia hacer para impedirlo. Sólo cabía la espera, desde la trinchera, en la retaguardia.

Afiné mis armas, estudié la ubicación perfecta y aguardé la llegada del enemigo, pero el desconsuelo fue aún mayor cuando supe que el batallón arribaba con refuerzos de otras tropas, mucho más dañinas, con el manejo de otras prácticas de ataque, una nueva amenaza. En ese momento, tiré la toalla, saqué a flote la bandera blanca y mostré sin remordimientos las palmas de mis cansadas manos. Si el constante e intenso ataque de los rayos de sol del verano sevillano no fueran suficiente, ahora mi terraza se veía amenazada por la temible mosca blanca. Y las bajas comenzanban a llegar...

El primero en caer fue nuestro amado naranjo. Nacido en el último suspiro de 2009, perecía fulminado en los primeros llantos de estío andaluz. No hubo sufrimiento. Prácticamente en el acto. Se despidió al caer la tarde, sin tiempo de reacción, sin posibilidad de antídoto. Fue, sin más, el primer aviso de que lo aún estaría por llegar. Y le siguieron otros compañeros, si un día verdes, aromáticos y floridos, ahora mustios, cansados y casi inertes. Era un auténtico desconsuelo contemplar aquel improvisado hospital de guerra con enfermos que aunciaban la muerte.

No pudimos esperar más. Concretamos el día del funeral de estado y, casi sin tiempo de derramar lágrima alguna por nuestros seres un día vivos, nos armamos con ataúdes de plástico negro y depositamos sus últimos restos en el fondo del contenedor del barrio. Fue necesario un traslado demasiado multitudinario, con cuantiosas subidas y bajadas del ascensor, entradas y salidas del portal, algún que otro saludo a los vecinos. Y la despedida.

Tan sólo mantuvimos aquellos miembros que aún respiraban, ataviados con goteo, en forma de fertilizantes y antiparásitos. Fue necesario amputar ramas y hojas, remover su tierra y reubicar su aposento. Y, cuando la resignación había hecho mella en nuestros corazones, una mañana, después de varios días de soledad, volvimos a nuestro improvisado hospital con la certeza de repetir el desconsolado duelo. Recuperamos las bolsas y vislumbrábamos, de nuevo, el peregrinar hacia el contenedor cuando, casi sin crédito, observamos las cinco hojas verdes que lucía orgullosa la parra virgen, el tímido verdor que mostraba el kalanchoe, la recuperación casi milagrosa del limonero... volvía la vida a mi terraza casi muerta.

Sin embargo, en un rincón, permanecían aún los restos mortales de la buganvilla. Si un día rosa y brillante, ahora espigada, seca e inerte. Me aproximé a ella. No podíamos esperar más. Era el momento de decirle adiós, despedir su vida y otorgar una nueva a la terraza, con aquellos supervivientes de la batalla, con los que habían conseguido vivir, con los sufridores. Me entristeció cortar sus ramas, dividirla a trocitos, minimizarla. Fui a buscar una nueva bolsa donde, con paciencia, deposité una a una aquellas hojas que un día alegraron mi mañana. Sus ramitas pequeñas, donde un día residió su gracia... Sólo quedaba el tallo casi gris, triste y desconsolado. El último vestigio, el último elemento, el adiós definitivo. Me disponía a verter su contenido, me incliné, tomé los bordes de su conocida maceta, me acerqué, levanté la vista y... allí estaba, tímidamente escondida, casi sin querer ser percibida, pero viva y alegre... ¡una pequeña hojita verde! No estaba muerta. Mi buganvilla, no estaba muerta. Era otra de las escasas superviviente que aún luchaba por su vida. Por ver una nuevo amanecer. Por dar aún mucha guerra, desde su rincón de mi terraza.

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