jueves, 7 de julio de 2011

Debate en el cuarto de calderas



Hoy he bajado al cuarto de calderas. Era temprano, aunque los rayos de sol ya se habían asentado en el pleno y pulcro cielo del habitual mes de julio. Me he calzado las zapatillas de verano, apenas me he pasado el cepillo por el pelo encrespado que teje insolente las cansadas y calurosas noches sureñas, y he salpicado mi rostro con unas agradecidas gotas de simple y fresca agua.

El proceso para descender hasta el habitáculo que aguarda el motor no es demasiado angosto pero si un tanto angustioso. Con decisión, he exhalado aire puro de la superficie y, con firmeza, me he aferrado a la barandilla para bajar palmo a palmo, escalón a escalón, tramo a tramo, hasta llegar a mi destino. Ahora el aire que se agolpa en mis pulmones no es demasiado limpio quizás, un tanto viciado, pero es suficiente para poder acompañar mis movimientos por la minúscula sala que, como tengo planeado, sólo me llevará unos escasos minutos. Primero debo introducir la llave oxidada que me ha acompañado en el descenso y que espera su turno para hacer girar una cerradura mohosa y gastada por la humedad. Sólo ha hecho falta un poco de tiento, otro tanto de concentración y el chirriar lastimoso de la puerta al hacerse a un lado ante mi paso.

Apenas hay luz para distinguir la estancia, pero puedo comprobar que la maquina continúa bien engrasada y funciona a la perfección. Agudizo el oído para atender al ritmo constante y a la música que emite al latir. Un "tic-tac" que, a veces, adormece; otras tantas, cautiva; y, otras muchas, angustia. Encuentro una caja casi gastada y un tanto quebradiza, pero lo suficientemente sólida para sostener mi peso. Y me siento, me abandono ante el soniquete que envuelve la sala, me pierdo en su constancia, me sumerjo en su existencia.

La maquina continúa latiendo, viviendo, pidiendo ser alimentada por más combustible, con la firmeza y ahínco de cualquier metal, del acero. Es mi máquina, la que he creado, la que custodio, la que mantengo... sin saber si soy yo quien mantiene el dominio o soy ya un esclavo de su existencia. Dio sus primeros bocados con "micho", "ya leo" y "cuadernillos rubios"; a los que siguieron cuentas de multiplicar y primeras operaciones matemáticas. La fortalecí con estudio de mapas, literatura, historia, física, química, incluso música clásica; para continuar su crecimiento con "Historias de periodismo español", "Redacción" y "análisis de múltiples discursos". Pero siguió reclamando atención y pidió formación pedagógica y didáctica; todo un proceso de preparación de oposiciones, exámenes exigentes y un duro varapalo. Y no fue suficiente, porque quiso probar didáctica de lengua para extranjeros e, incluso, los primeros pasos de un interesante master de Literatura española y europea.

Y aún agotada, abandonada en la caja apenas resistente que he encontrado al tacto, continúa reclamando sabiduría, formación, esfuerzo, dedicación, constancia y entrega. Sin permitirme detener su marcha para aprender a vivir del impulso que nos otorgue su renta, sin dejar que las velas se muevan con la única ayuda del viento que ha levantado su duro trabajo. La miro, perdida. ¿Continuaré manteniendo fuerzas para seguir alimentando sus fauces con lágrimas, sudor y sangre? ¿Es hora de pararla, abandonarla y emprender una nueva etapa, lejos de la máquina de calderas, olvidando la llave oxidada en el fondo de cualquier tiesto sin uso?

Me pide un último esfuerzo, un paso más, con la misma cantinela que ya he oído en demasiadas ocasiones. Siempre habla de una definitiva que jamás será un punto y final. Y, tal vez, he comenzado a cansarme de tantos y tantos puntos y aparte. Pero abandono la caja y me seco el sudor con el reverso de la mano derecha, para cerrar el cubículo con esa llave que aún permanece sellada a mi mano. Y deshago el camino de ida con un regreso ascendente, pensando en mi máquina y en su papel en mis días, su lugar en mi vida, su condición en mi devenir. Mientras mi mente recuerda que los númerosos temas y apuntes que comienzan a reflejarse en mi retina, se encuentran al mismo nivel, en el mismo baúl y a la misma distancia que aquel disfraz de pastorcita, arrugado, diminuto y esquivo que un día alguien, con un objetivo concreto, depositó en casa.

1 comentario:

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