viernes, 26 de febrero de 2010

Un recuerdo de lo que fuimos


El pasado martes nació Iván. Ha llegado a este mundo con sus más de cuatro kilos de peso y aferrado a esa ilusión tremenda que desbordan sus padres a borbotones. Su madre lo define como tragoncete, pero aún sigue siendo un perfecto desconocido que ha llegado a sus vidas con el mismo ímpetu que aquel profundo sentimiento. Aún recuerdo el primer encuentro de sus padres. Han pasado siglos y eternidades desde aquel día. En aquel lugar, en aquellas circunstancias, ninguno éramos lo que somos, del mismo modo que nunca volveremos a ser lo que fuimos.

Su reciente llegada me trae recuerdos de noches embriagadoras en rincones triviales, pero tremendamente especiales para nosotros. Aquellas noches donde el mundo se paraba a nuestro alrededor, donde sobraba el apetito por comerse el mundo, las risas, emociones, aquellas sempiternas charlas entre flamantes diecisieteañeros que comenzaban a experimentar la vida. Aquella sensación de libertad, única, singular, que ya no volverá a percibirse tan a flor de piel. La frescura de la inocencia percibida por doquier.

Aquella noche, cualquiera, perteneciente a una fecha que ya lleva más de una década arrancada del calendario, surgió una magia de la que fui testigo y que recuerdo como si hubiese ocurrido ayer. Y aún me sorprende pensar, me estremece darme cuenta, me emociona observar que hoy tiene nombre y apellidos, y llora impaciente porque se queda con hambre. Ha heredado los ojos de su padre. Ésos con los que, algún día, en un lugar banal pero auténtico, rodeado de sus cómplices, sorbiendo la vida, resplandecerán con aquella luz que aquel día brillaba en la mirada de su padre.

El martes nació Iván, al igual que Francisco José nos emocionaba con su llegada tardía en las primeras semanas de enero. Él tomaba el testigo de Daniela, que optó por adelantar su nacimiento el pasado mes de octubre, de forma rápida, sin apenas avisar, y sin muchas complicaciones. Ella sabía que Jose David había arribado con el cambio de estación, en los albores del otoño... Ellos forman parte de una nueva generación. Podrían ser más altos, quizás más cultos o contar con más posibilidades en las vidas que les quedan por recorrer... Y sus padres ya sueñan con sus éxitos, con su futuro próximo, mientras gastan ojeras a causa de las noches en velas y unas preocupaciones de las que nunca antes habían tenido constancia. Sin embargo, yo continúo viendo en ellos a aquellos niños que reían a carcajadas, se retaban a duelos adolescentes, recorrían su mundo en bici e inventaban mil y una aventuras para pasar el verano. Porque aquella fue nuestra historia y permanece latente en nuestros corazones, aunque la vida ya nos vaya azuzando a escribir un nuevo capítulo.

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