domingo, 1 de abril de 2012

Cuando nadie me ve



Lo vi escondido, ausente. Tan dentro del mundo como tan alejado. Abandonado en la esquina de una calle de muchedumbre y jolgorio, de piernas incesantes y voces alzadas en alaridos. No sé como llegó a aquel lugar ni, tan siquiera, si era consciente del espacio exacto en el que se hallaba. Porque se apartaba de todos queriendo mostrarse con total tranquilidad. Pero se sumergía en la sombra de aquel rincón sin nombre que parecía diseñado para él, para su figura, para su eterna sombra.

Era imposible no dedicarle una mirada al pasar por aquel transcurrir de festivas almas. Era inevitable girar el cuerpo, pausar el paso, interrumpir el camino para apreciar su estampa. Captar una visión que él jamás compartiría, por imposibilidad, por crueldad de la naturaleza, por eterna oscuridad en sus pupilas, por ausencia de luz en su mirada. Sin poder ver, sin captar cada día la claridad de la mañana, ubicaba su cuerpo hacia los demás para demostrar, sin miedo, la maravilla inefable que podían diseñar sus manos.

Sus dedos acariciaban aquel acordeón que le acompañaba, unidad fiel como la piel al alma. Dibujaba en el aire un acorde vital que embriagaba de entusiasmo a todo aquel que compartía su misma estancia. Que se paraba a su paso, que se giraba, que le dedicaba con gratitud una almibarada mirada. Ausente, abandonada, vana, que jamás sería compartida, que nunca sería captada.

Las monedas se agolpaban bajo sus pies, mientras los sonidos de su acordeón adornaban el aire. Yo lo miré, con interés, con curiosidad, con pena, con lástima. Tan expuesto ante todos y, tan ausente. Sentí quemar mi alma, agolparse mis lágrimas, temblar mi interior; sin saber si era su ceguera lo que me atormentaba o el descubrimiento de una mayor oscuridad en mi propia estancia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario