sábado, 9 de abril de 2011

Un desconocido en casa


Aquella mañana el sol no entraba por su ventana. Quizás era demasiado temprano. Tal vez aún flotaba la plena madrugada por los rincones de su dormitorio cuando abrió los ojos a un nuevo día. En cambio, el reloj de su mesilla no le engañaba. Eran las diez de la mañana y el color que distinguieron sus pupilas no era el habitual en aquella habitación que conocía incluso a ciegas. De repente, las paredes ya no eran blancas, sino amarillentas. Justo enfrente de su mirada no yacía la cómoda de roble que había colocado con tanto cariño, después de anhelarla durante semanas desde que la contempló en el escaparate de la tienda de la esquina. En su lugar, alguien había colocado un sinfonier de caoba, mustio y tétrico que incluso le asustó a primera vista. ¿Qué estaba sucediendo?

Era una pesadilla, no podía ser otra cosa. Un sueño demasiado real que la tenía atrapada bajo el intenso influjo de Morfeo. "Ahora llega el momento en el que me doy cuenta de que estoy soñando y cambio de sueño", pensó. Sin embargo, el sinfonier continuaba impasible ante sus ojos, junto al color amarillento de las paredes y la desconocida luz que penetraba por la ventana. "Cerraré los ojos y volveré a dormir. Todo cambiará y volverá a ser igual cuando los abra de nuevo", decidió. Consiguió un letargo breve, tal vez de diez minutos, lo justo para deshacer el embrujo, pero nada resultó. Allí continuaba el sinfonier, el amarillo de las paredes, la extraña luz.

Decidió erguirse y poner un pie en el suelo. Esperó el contacto con la frialdad del gres pero, a cambio, percibió el tacto más suave y desconocido de la madera. Buscó las zapatillas y allí estaban, tan suaves y rojas como siempre, pero en un lugar totalmente nuevo, inesperado, desconocido y temeroso. Rápidamente percibió que la puerta de acceso a la alcoba se encontraba en un vértice distinto, con un picaporte que apuntaba en otra dirección. Y se dirigió a su encuentro como una saeta. El metal cedió y la puerta apenas hizo ruido para mostrarle la estancia que se abría paso más allá de sus dependencias. Y allí estaba el pasillo largo que ordenaba las distintas estancias de la casa. Caminó y se encontró con su cocina, el salón tan desordenado como lo había dejado la noche anterior, el baño, las habitaciones, los zapatos que había dejado en la entrada, aquel cuadro torcido que nunca recordaba reparar, incluso la cafetera que había olvidado limpiar y aguardaba su turno en el fregadero.

Rápidamente regresó de nuevo al dormitorio. "Esto debe ser una broma. Mi alcoba no ha cambiado en muchos años, aunque tenga sus defectos y algún que otro detalle para renovar. Me gusta el color de mis paredes, mi cómoda aunque ahora más vieja, mis cuadros de flores, el armario, las cortinas, la luz que me devuelven las ventanas", casi gritó. Pero allí continuaba la pared amarilla, el sinfonier, el suelo de madera... el mundo desconocido que se había abierto paso ante sus ojos, de la noche a la mañana, sin previo aviso. "Éste no es mi dormitorio", insistió, "alguien lo ha cambiado sin pedirme permiso, sin avisarme. Le ha dado forma a su antojo, lo ha adaptado a sus circunstancias y ha creado un lugar que desconozco".

Se tomó un café con lágrimas en los ojos y un largo suspiro que le agrió la mirada. "¿Qué voy a hacer ahora con este desconocido en casa?", pensó para sí mientras observaba cómo se diluía la pastilla de sacarina en el líquido caliente. Dejó la taza sobre la encimera y regresó al dormitorio, parándose en seco justo en la entrada. "¿Volveré a recuperar aquella cómoda que me hacía feliz? ¿Veré de nuevo el color blanco que tintaban mis paredes? ¿Sentiré alguna vez el frescor que me proporcionaba mi suelo de antaño, aquel que yo elegí aquella tarde?". Y se volvió sobre sus pasos, con un largo lamento, con el dolor de la pérdida y su respectivo desconsuelo. Sin entender quién decidió, cuando ella estaba ausente, cambiarle su vida, tal vez, para siempre.

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