jueves, 21 de abril de 2011

Quizás su nombre fuese Lara


Llegó el momento que tanto había anhelado...
Casi no había podido dormir en toda la noche, porque los nervios, esos nervios que se alojan en nuestro estómago cuando la ilusión nos invade, cuando la alegría nos inunda, cuando la gran cita se acerca; apenas le había permitido conciliar el sueño. Tan sólo faltaban unos minutos para que todo diera comienzo. Todo estaba preparado, tal y como lo había imaginado, tantas y tantas veces, pero ahora, todo era real, palpable, visible. Y allí estaba ella.

Todas sus compañeras de clase conocían al detalle cómo sería el gran acontecimiento. Había hablado de ello cada día, desde que su gran maestro les había comunicado la noticia. Una exhibición, con público, ante la gente, frente a sus seres queridos, delante de desconocidos que la miraría fijamente. A la hora del recreo, repasaba los detalles que iba conociendo cada día: "Habrá mucho público extranjero, porque es una escuela de personas de otros países", presumía orgullosa delante de sus amigas. "Será un acto solidario. ¿Sabéis qué significa solidario? Para ayudar a otras personas que lo necesitan", relataba complacida a sus oyentes otrora. "Con nuestra exhibición recaudarán dinero para la gente de Japón, el país donde se produjo el terremoto. ¿Lo habéis oído, verdad?", argumentaba con voz grave.

Por primera vez en sus seis años de vida, se sentía importante. Mientras aguardaba la llegada de aquella exhibición que le endulzaba el alma, ensayaba cada día en el salón de su casa, justo después de su vuelta desde el gimnasio. Todo había comenzado unos meses antes. Se sentía desgraciada porque un niño de la clase de al lado la había llamado "gorda estúpida" masticando cada sílaba, acompañando la emisión de cada sonido con un rostro de repugnancia y repulsión. Después de aquella escena, le propinó un empujón y cayó al suelo casi sin ninguna resistencia. Se rompió el pantalón, se lastimó las manos y las rodillas, y lo que más le dolió, le atravesaron la piel con todas y cada una de las carcajadas que oyó a su espalda, justo cuando yacía desconsolada en el patio del colegio. Cuando la madre de su amiga Carla fue a recogerlas a ambas a la salida de las clases, aún no se le habían secado las lágrimas y juró que cambiaría toda aquella situación. A sólo dos calles de casa, cuando esperaban la luz verde de un cruce con semáforo, detuvo su mirada en una puerta entreabierta, en una música extranjera, en una voz dulzona y pegadiza que animaba a los allí presentes y leyó una palabra: "capoeira".

Fue aquella misma tarde cuando su madre la llevó de la mano a aquella estancia que la había embrujado. Afortunadamente, su madre siempre oía sus súplicas, acarició con palabras su alma casi rota y le prometió que investigarían sobre aquella palabra que la había cautivado con sólo repetir sus sonidos. Cuando entró en aquel gimnasio, supo que todo cambiaría para ella. Max, quien se convertiría en su profesor, se lo puso fácil desde el principio. Era brasileño y amaba la capoeira como a su propia vida. Rápidamente, le presentó al grupo de cinco chicos, tres niños y dos niñas, prácticamente de su edad, que en sólo diez minutos comenzarían su clase. "Quédate, observa y prueba". Aquellos que se convertirían en sus compañeros, le dieron la bienvenida con una reverencia que, más tarde, ella aprendería como el inicio de su nueva vida. Y observó casi hipnotizada, y probó con decisión y respeto, y unas horas después su madre sellaba su inscripción en el gimnasio y su unión con la capoeira.

Dos meses después, aquellos niños se habían convertido en sus mejores amigos, en una especie de club selecto que comparte un conocimiento desconocido por muchos. Eran portadores de un secreto y aquello la hacía sentirse especial, única, diferente. Había aprendido muchos pasos, seguía a su profesor como a un gran maestro y, ahora, llegaba su primer reto, una exhibición en una escuela de idiomas, con el objetivo de recaudar fondos, con el propósito de ayudar a otros que lo necesitaban más que ella misma. Se sentía responsable y valiosa. No podía defraudar a nadie.

Y llego el momento que tanto había anhelado...
Y sus padres estaban en primera fila, junto a otros rostros desconocidos que esperaban con expectación. Su maestro les había presentado con voz firme y amable ante el gran público. Unidos, los seis dieron las primeras muestras de esta técnica brasileña que alegra el alma a todos los que la contemplan. Pero, ahora, llegaba el turno de exhibirse en solitario. Mario y Elena ya había iniciado las volteretas con la agilidad y elegancia que les acompañaba en cada clase, en aquel gimnasio de barrio. Era su momento y no podía defraudar. Apretó su vientre para adquirir fuerzas, estiró sus brazos y se dejó llevar por la música. Realizó sus volteretas ante la atenta mirada del público, consiguió su objetivo pese a que sus predecesores fueran brillantes, y los presentes se lo agradecieron con un gran aplauso, tan sonoro que le iluminó el espíritu Sus padres se levantaron para celebrar su júbilo, su profesor le apoyó con un guiño y sus compañeros le felicitaron con un golpecito en la espalda. En aquel momento, tumbó en su mente a aquel chico de la otra clase. En aquel instante, ganó su batalla. Allí, dio rienda suelta a su venganza, justo, cuando ayudaba a otras personas.

Afortunadamente, Lara no leyó las mentes de los presentes, ni vio la repetición de su actuación, ni oyó las risas de muchos de los que la observaban. Sus pies apenas se levantaron del suelo cuando se afanó en realizar sus piruetas, su demostración habría sido la burla de muchos niños de párvulos, su acción apenó a muchos de los que la observábamos en aquella sala. Pero allí estaba ella, retando a todo obstáculo que se pusiera en su camino, ayudando con su acto y sus apenas seis años, desnudando sus dificultades ante un público desconocido. Y fue aquella acción lo que nos hizo esbozar un caluroso y unánime aplauso, alzar nuestra gratificación por su más sincera inocencia, comenzando por el siempre agradecido apoyo de sus padres.

Con ese gesto, Lara se fue feliz a casa, y sería feliz al día siguiente, cuando narrara su hazaña en clase. Con ese gesto, yo me fui pensativa a casa, conmovida y mimetizada con aquella niña de seis años, que nunca sabrá que este post lleva su nombre, al igual que yo jamás sabré si ésta fue su verdadera historia.




3 comentarios:

  1. David Martín Lozano22 de abril de 2011, 9:23

    ¡Brindo por las veces que me he sentido como Lara!

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  2. Ya somos dos. Lo importante, es seguir siempre hacia adelante.

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  3. Todos somos y hemos sido Lara muchas veces. Como dices, lo que importa es seguir luchando. Al final no quedan los brillantes, sino los constantes.

    Un beso.

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