viernes, 14 de enero de 2011

Entre neumáticos, sueños y risas de niños


Mientras camino de forma silenciosa, con pausa, aunque sin detenimiento, observo su desnudez ante la caída de la fría tarde de los inicios del mes de enero. Aparece abatido, totalmente olvidado, despojado de su uso y en caída libre hacia el desuso. Aquel terreno, hoy yermo, que acogió las ilusiones, los juegos, las mil aventuras y desventuras de miles de niños preescolares de mi pueblo, aparece anodino, vencido y viejo, consumado en la nada, convertido en lo que nunca fue y ausente de lo que nunca volverá a ser. Aquel patio de mi pequeño colegio de infante ya no es un recreo inmenso e infinito, nunca será un castillo donde dar rienda suelta a tu imaginación, ni el escenario de un sin fin de aventuras vividas en apenas unos años. Aquel patio de colegio aparece hoy como un terreno derribado, un hueco quebrado en la nada, donde se aparcan coches y furgonetas, donde se acumulan los charcos cuando el cielo se desploma y se vence, como se vencieron sus muros, ante la atenta mirada de aquellos niños que hoy son hombres, padres y madres de familia, sin un mundo de fantasía, amarrados a hierro en la tramoya de la cruda realidad.

Aquel mes de septiembre de 1985 marcaría un antes y un después en mi minúscula vida. Con más de medio año acumulando cuatro en mi casillero, me arremolinaba junto al resto de las madres gritonas y de sus llorones hijos en las inmediaciones de aquella puerta de hierro verde que daba entrada al nuevo mundo en la vida de cualquier pequeño. Se oía la alegría de las orgullosas madres, junto a los gritos de sus asustados hijos, mientras la profesora y su baby blanco nombraba uno a uno al nuevo regimiento reclutado. Esperé con pausa que aquella señora saboreara uno a uno el nombre y apellido de cada nuevo pupilo, observé con impaciencia cada espectáculo de dolor y llanto, y me prometí a mí misma que no derramaría ni una lágrima -puesto que había esperado aquel momento durante mucho tiempo- y que daría un ejemplo sublime a todos aquellos niños que se resistían a alejarse de sus madres. Yo ya era una hermana mayor, ya había adquirido aquel papel de madurez que le otorga al primogénito la llegada al mundo de un nuevo retoño y no podría permitirme nada similar. Casi al final de la lista, cuando apenas quedaba niños y madres, ante la atenta mirada de la puerta verde, oí resonar mi nombre y mis apellidos -como quince años después oiría en el IES Antonio Muro de Puerto Real, como tantas y tantas veces-, voluntariamente me solté de la mano de mi joven madre y me apresuré a franquear la puerta de mi pequeño colegio, de mi nueva vida. Con la cabeza alta, marcando el ritmo y el paso con mis pies, sin mirar atrás, accedí a aquel aula oscura y mágica repleta de pequeños que orientaban la mirada con expectación.

Fueron unos años vitales en la vida de cualquier persona, que hoy rondan por mi mente como cualquier película olvidada y llena de ruidos en cada fotograma. Fueron años de intensas lluvias y botas de gomas, de suspensión de clases por cualquier temporal, de jornadas partidas; de primeras amistades y primeros enfrentamientos, de crueldades, de risas, de sueños. Fueron nuestros años de niños que permanecen vivos pese a que hemos multiplicado por muchos múltiplos nuestros días.

Aquella niña rubia y mandona se erigía como la capitana de un equipo que ella había fundado como por arte de magia. Decidía quién estaba dentro y fuera, y el resto, inocente, le seguía sin más. Si un día no le correspondías a cualquier petición, te desplazaba, te anulaba, te marcaba con una cruz, y el resto debía obedecer y aborrecerte. Nadie podía enfrentarse a ella porque nadie contaba con la suficiente maldad ni las tablas necesarias para hacerlo. La fuerza de un führer desde prácticamente la cuna. Pero vuelvo a observar ese terreno yermo y noto la ausencia de aquellas niñas que hoy son auténticas mujeres. La niña rubia y mandona es hoy maestra de otros infantes y, tal vez, también tenga que lidiar con otras chicas que intentan dar voz de mando hacia los demás.

En ese terreno ya casi inexistente noto la ausencia de aquellos pequeños árboles que nos correspondió plantar y que un día fueron arrancados como todo se arranca en esta vida. Nuestro pino, en aquel rincón, en aquel vértice, hoy ya no existe ni crece con la lluvia y con el sol. Tampoco están los neumáticos que hacían rodar los niños, repletos de piedras que saltaban a cada paso, con aquel olor inconfundible. No observo los pequeños baños siempre encharcados y llenos de barro, ni la fuente para beber, ni el albero que decoraba nuestras rodillas, calcetines y medias. No está aquel espacio dónde un chico me rompió con intención premeditación y alevosía aquellas medias de colores que mi madre adquirió en el mercadillo y que lucía como un auténtico tesoro. Me agarró del brazo, dio mil vueltas hasta soltarme y me dejó abandonada en el suelo aquejada de un gran dolor ante la visión de aquel agujero prominente en mis flamantes medias.

No está el pequeño pupitre que garabateó con malicia otra de mis compañeras. Ni mi correspondiente venganza que acarreó mi primera reprimenda, mi primera lección, una de esas que marcan de por vida. Y sonrío al recordarlo, desconociendo si mi compañera de acción también mantendrá presente aquella imagen ya amarillenta, mientras acicala a las señoras del pueblo en su consolidada peluquería, donde he acudido en alguna ocasión cuando aún habitaba en sus calles, cuando aún vivía en sus vidas. Quizás algún día se lo pregunte, cuando me la encuentre en algún rincón y me salude con cariño, como siempre hace.

Y continúo caminando en la caída de la tarde del dos de enero, mientras cierro el álbum de los recuerdos observando el último rincón de aquel terreno que albergó mil vidas, hoy ausente y vacío, olvidado y triste. Y revuelvo la esquina, y me alejo, sabiendo que su estampa siempre estará latente en mi pupila, aunque hoy no tenga muros, ni árboles plantados, ni risas de niños, ni tardes de sol, aunque hoy sea pasto de motores silenciados y charcos de lluvia, aunque hoy sea un vacío, siempre tendrá un rincón mágico en nuestros corazones. Aquel colegio del Rosario.

3 comentarios:

  1. ¡Sublime! Me ha gustado mucho.

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  2. Los recuerdos siempre están ahí. Sólo necesito un poco de inspiración para pintarlos tal y como yo los veo. O casi. Un abrazo a todos.

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