jueves, 2 de septiembre de 2010

La abadía de la luz




Si alguna vez me marchara a un retiro espiritual -una idea nada descabellada e incluso añorada en contadas ocasiones- este tendría unas coordenadas concretas, una estampa fijada y un lugar cerrado. Si en alguna ocasión me viese obligada a alejarme de la nada y del todo, cerrar un capítulo de mi vida e iniciar otro demasiado tajante para ser entendido, me escaparía a la localidad riojana de Cañas, al monasterio de la luz.

Lo descubrimos, casi por casualidad, en los albores del pasado mes de agosto, en el corazón de La Rioja. Siempre pensé que quedaría encandilada con la visita a los monasterios de Suso y Yuso, sita en San Millán de la Cogolla, donde el silencio es sinfonía. Pero el corazón, la emoción y el sentimiento más profundo afloraron al acceder a la capilla de esa abadía cisterciense que se ocultaba de los itinerarios más turísticos. San Millán soltaría un grito de asombro si viese la afluencia de público que congrega el habitáculo que un día fue su hogar. La contemplación de la quietud, el sosiego, la tranquilidad, la paz, la armonía; en definitiva, la naturaleza plena que despierta la visita al monasterio de Suso (arriba en latín), queda totalmente desplazada cuando accedes al Monasterio mayor, el de Yuso (abajo en latín). Ay! Gonzalo de Berceo, como te busqué por cada rincón sin dejar de hallar flashes de cámaras a diestro y siniestro, así como guías demasiado apresurados en finalizar la visita para dar paso a un nuevo grupo.

En cambio, la abadía cisterciense de Cañas nadie nos la mencionó. Únicamente percibí una conversación de un turista con el chófer del autobús que nos llevó hasta Suso, donde éste mencionaba la belleza del pequeño edificio de Cañas, y no lo dudamos. Apenas 20 kilómetros separan una localidad de otra, pero la última visita de la mañana se había cerrado sólo diez minutos antes de nuestra llegada a la entrada. Había que esperar hasta las 4 de la tarde, con un sofocante calor, en medio de la nada. Y nos marchamos a Nájera, quizás con la idea de regresar más tarde, tal vez con la intención de seguir nuestro camino y regresar a Logroño. Pero volvimos, con paciencia, con espera, con calor y cansancio... y jamás pudimos alegrarnos más de aquella decisión, porque nos encontramos con uno de los monasterios más mágicos que jamás haya podido visitar.

La clave, el alabastro que recubre aquel lugar del estilo gótico donde debiera haber vidrieras; el hecho de que sus habitantes, la orden cisterciense, no haya abandonado el lugar desde el siglo XII; el dato de no haber sufrido jamás el efecto de los saqueos, las desamortizaciones o la guerra. Todo permanece intacto, perfectamente custodiado, mimado, reservado, guardado en su caparazón de la clausura que aún mantienen las nueve monjitas que habitan su espacio.

Hoy, al tiempo que medito una y otra vez sobre mi futuro inmediato, mediante accesos a páginas de internet, cuentas numéricas, llamadas telefónicas y un sin fin de gestiones pertinentes, añoro la abadía de Cañas, tan apacible, tan mágica, tan única... tan llena de luz.


3 comentarios:

  1. Que rincón más bello habéis encontrado. Tuvo que ser un viaje maravilloso.

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  2. Yo envidio más tu visita a Italia, pero merece la pena perderse algunos días en La Rioja. Os recomiendo un puente, para perderse entre tapitas y vino por la calle del Laurel.

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  3. Cuando queráis yo me apunto a repetir viaje, ;)

    Pero me apunto el vuestro para algún puentecillo.

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