lunes, 4 de marzo de 2013

La resistencia del invierno



El invierno se resiste a marcharse, no en vano, aún mantiene un contrato en vigor cercano a los 20 días, y ha decidido aprovechar hasta el último resquicio. No da un respiro. Nos abriga con su brazo más frío o nos cubre con un intermitente aguacero. Quiere dejar huella. Ser recordado. Resistirse a dejar paso a la primavera. Tanto es así, que incluso ha engañado a las golondrinas y a algún que otro vencejo. Les ha timado. Con un guiño poco sincero, les ha hecho creer en una falacia. Adelantar su viaje, acercar su vuelo.

El gris permanente que se ha instalado en el más puro y limpio cielo amenaza con permanecer tintando nuestra pupila durante toda una semana. Agriar nuestro estado de ánimo. Nublar nuestro devenir. Angustiar nuestro anhelo. Me distraigo en ese pensamiento mientras cubro ese cuerpo que no reconozco con el sempiterno tejido que se ha adherido a mi piel en las últimas semanas. No es necesario abrir el armario y decidir. Existen pocas opciones. Comodidad. Tomo aire con profundidad y me sumerjo en la temible tarea de vestir mis pies, subir el pantalón, cubrir mi vientre. Cuando termino, he perdido más tiempo del que habría deseado, y mi respiración se asemeja a la de un ciclista que acaba de concluir una de las etapas más arduas de cualquier competición en ruta. No me reconozco.

Me dispongo a realizar una de las tareas más banales y menos emocionantes que puedan existir sobre la faz de la tierra: acudir al zapatero y depositarle la confianza de un par de botas cuyas suelas podrían parecer cualquier cosa menos lo que realmente son. Con ellas, mi vida está en continuo peligro. Aunque sorprenda, me he mentalizado a fondo para llevar a cabo mi misión. Ayer me hice el firme propósito y esta mañana, con sólo abrir mis ojos al nuevo día, me he recordado de forma martilleante y responsable que debía cumplir con mi promesa. Armarme de valor. Salir a la calle y cumplir mi objetivo. Atreverme.

Ataviada con un abrigo que no me cierra, un paraguas incómodo, una bolsa con el contenido de mi propósito y un balón medicinal por estómago que pesa una tonelada; me he adentrado en la rutina de la vida diaria. El transcurrir de la calle. El despertar de un lunes cualquiera, de esos que todos quieren olvidar y cumplimentar cuanto antes. Darle boleto.

Camino con cuidado porque no me atisbo los pies y la calle está anegada de charcos. Debo controlar la respiración mientras trazo mi camino y colocar mi espalda recta para que no existan consecuencias en la última hora de la tarde. La calle es larga, pero puedo hacerlo. Sólo hay que mover los pies, con compás, con ritmo, mientras me entretengo con todo lo que pueden captar mis ojos en este día de pasar página. 

El olor a churros y chocolate que rodean los comerciales hacia los que me dirijo me hace esbozar una sonrisa. Me agrada, ya no me asquea. Ni tampoco observar los puestos de fruta a mi paso. Ni el olor del café. Ni la carta de un bar. Continúo caminando.

El zapatero me dice que ya nadie cuida del material últimamente, no se esmeran en el trabajo de unas tapas, ni en la calidad de las mismas, aunque me resume su opinión con "vaya las tapas de mierda que ponen hoy en día"; y me dice que vuelva mañana al mediodía. Hace un comentario amable sobre mi barriga, que es como llaman a Elena aquellos que no saben que es una niña ni el sonido de las letras al que responderá durante toda su vida, y me endulza los pocos minutos que hemos compartido hoy en nuestras vidas. Siempre es un placer hablar de ella, aunque esta noche no haya sido demasiado buena, a pesar de haber estado demasiado inquieta para dejarme dormir. Aunque me intente desplazar las costillas o me produzca un intenso dolor en los riñones. Pese a que no puedo respirar o a que comience a conocer lo que van a ser las contracciones. Sé que nunca estará más cerca de lo que está hoy y que, cuando vuelva a ser yo, no tarde en vestirme y cualquier comida no sea un problema, la echaré de menos. Anhelaré esa forma que sólo yo he conocido, conozco y conoceré.

Retomo el camino a casa, con mi paraguas, con mi vientre abultado, con mi respiración entrecortada, con mis pasos lentos y rítmicos, con el sonido y la humedad que desprende la incesante lluvia. Apenas unos minutos, tan sólo un instante. Pero todo un viaje en esta nueva vida. La que existe, la que me pertenece, en la que ahora estoy. Quién dijo que esta vida sería fácil. No para mí. No ahora.  

2 comentarios:

  1. David Martín Lozano12 de marzo de 2013, 12:01

    Bellos versos de Espronceda los del zapatero...

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  2. Jejeje, muchos recursos estilísticos no usó. Fue claro y directo.

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