La vida está llena de visitas. Agradables. Desagradables. Personas que llegan, llaman a la puerta, giran sobre sus propios pasos y se van. Algunas entran hasta la entrada, saludan, otean y desaparecen. Otras, en cambio, prefieren sentarse a la mesa, conversar y repetir la acción dÃa tras dÃa, hasta la eternidad. Lo cierto es que, cuando escuchamos el golpe seco en la puerta, y abrimos las hojas de madera sin conocer el rostro de aquel que aguarda detrás, nunca sabemos la duración de ese encuentro. Fortuito o no, deparado quizás por el azar o esperado por siempre.
He conocido a cientos de personas en los últimos años. Mi trabajo me permite vislumbrar nuevos rostros cada semana, nuevas vidas, de diferentes nacionalidades, culturas; con diversas inquietudes, deseos. Personas que guardas en tu pequeña caja de secretos. Nombres que permanecen, otros tantos que se olvidan. Facciones que permanecen intactas en mi cabeza.
G. llegó a nuestras aulas por el mismo camino que el resto y, finalmente, se marcharÃa por idéntica senda. Apenas tiene catorce años y tararea el español con esa música gutural y suave que moldea la garganta de aquel que ha nacido en la antigua Galia. Nunca hablamos de gramática, ni trazamos frases ni corregimos errores, porque mi función con él traspasaba las paredes del aula. Nos citábamos cada tarde, junto a una veintena de adolescentes más, para adentrarnos en diferentes actividades que comenzaban por antiguas leyendas escondidas por rincones inauditos de nuestra ciudad y terminaban por paseos en el rÃo al compás de una barca de pedales.
Al final de cada clase, G. permanecÃa en soledad conmigo, agurdando que su tutor y responsable allende sus fronteras viniera a recoger sus pasos y a poner fin a esa jornada vespertina. A pesar de sus 14 años, no soportaba el silencio y, apenas sin preguntar, me trazaba su vida y todo aquello que habÃa descubierto cada dÃa. Encontró en mà a una confidente, a la que mostraba sus frustrados deseos de encontrarse cada noche con aquellos nuevos compañeros, de vivir aventuras en un paÃs extranjero, de desplegar sus alas. DÃa tras dÃa, veÃa como el resto de incipientes jóvenes contaban con libertad para volver a casa mientras él aguardaba custodiado su entrega.
Me fui acostumbrando a su presencia, a sus ojos claros escondidos detrás de esa modernas-antiguas gafas de pasta. A su corrector dental. A su inocencia. A su vulnerabilidad.
Es por eso que sentà una arañón en el alma cuando lo vi cruzar la calle por última vez. Nadie permitirÃa que sellara sus lazos de amistad con sus nuevos amigos. Nadie le darÃa vÃa libre para vivir su última noche en Sevilla. Todos se fueron y él permaneció aguardando un dÃa más. VolverÃa a casa y prepararÃa su maleta antes de dormir, esperando ese avión que le devolverÃa a su verdadera casa. Mientras, en sueños, esbozarÃa la cita final de aquella variopinta pandilla.
Su rostro cambió cuando sus padres postizos aparecieron en la escena. Pude deducir la desilusión que ellos le provocaban. El sabor agridulce que ellos le proporcionaban. Mientras su voz cantarina encontraba el sonido que dejan las lágrimas que nos empeñamos en esconder. Vi que sus ojos me pedÃan un permiso que yo no podÃa conceder, mientras sus "padres" describÃa a un G. sin inquietudes al que yo desconocÃa. Deseosos de empaquetar sus pertenencias y acompañarlo al camino de vuelta.
G. se despidió sin aspavientos, giró sobre sus pasos y cruzó aquella calle con semáforo, mientras yo le observaba con un desconcertante dolor en mi corazón. Sentà que harÃa cualquier cosa por defenderlo, por cuidarle, por arroparle; por preservar su inocencia, como una auténtica madre podrÃa hacer con un hijo. Entonces se giró, esbozó una gran sonrisa y me dijo adiós con la mano. En aquel código secreto que habÃamos estrablecido y que ahora yo estaba descubriendo, me transmitió mucho más. Lo que se transmite a una gran amiga, a una confidente. Casi a una madre. Gracias por todo, G.
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