viernes, 10 de junio de 2011

Cuando se pierde una batalla


Son las seis de la tarde de un banal viernes de primavera, sin suficiente tesón para pensar en sobremesas enfrente del mar o abandonado a la suerte de cualquier placentero marco. Al contrario, llueve, el cielo está gris, el ambiente es húmedo y el espíritu se encuentra embargado de melancolía y tristeza, pese al anuncio del inminente fin de semana.

Ella aguarda su turno en la sala de espera de un centro médico al que acude periódicamente para someterse a revisiones. Nada trascendental, nada grave, pura decisión e iniciativa. La han citado a la hora del té, pero ya han transcurridos veinte minutos desde entonces y aún tendrá que esperar algunos más. El típico retraso que siempre viene anotado con letras transparentes cuando te tienden la hora de la próxima visita. Mientras tanto, aprovecha para zambullirse en la lectura de una prestigiosa revista mensual que abarca una gran variedad de temas, lo que le permitirá discriminar sin apuros los que más le interesan.

Mientras lee, nota el quemazón de una mirada desde el fondo de la sala. No se ha percatado de su presencia al llegar. Cuando ha franqueado la puerta, se ha limitado a saludar cortésmente al resto de pacientes y ha tomado el primer asiento que ha encontrado libre. Cuidándose de escoger aquel que posee más espacios a su alrededor, preservando su burbuja, como hacemos todos. Pero ahora lo percibe con nitidez. Levanta la mirada y se choca brutalmente con su visión, que le observa, atento. Apenas habrá alcanzado los treinta, como ella, y tiene un aspecto atractivo, aunque un tanto insultante. Si fuese actor, piensa, sería el chico malo del que se enamora la protagonista de la película. Aquel que jamás desean nuestros padres. Por este motivo, no se gana su simpatía a la primera. Mantiene sus reservas. Y vuelve a lanzarse a la lectura.

Sabe que la mira, pero comienza a molestarle su descaro. No aparta su contacto visual cuando ella lo mira fijamente, es más, presenta una actitud chulesca y desafiante. Y en ella comienza a nacer la antipatía. "¿Qué pretende?"-se pregunta. Se siente dolida y no sabe por qué, pero su maquinaria mental se pone en marcha para dañar a su contrincante desde el silencio, como siempre hacemos cuando nos encontramos con alguna presencia que, por cualquier motivo, decidimos que nos cae mal, sin cruzar una palabra siquiera, sólo porque así nos lo marca nuestro termoestato.

Ve como una señora cincuentona, que se sienta a su derecha, cruza unas palabras con él, confiadas, cercanas, y ella se da cuenta rápidamente que se trata de su madre. Y aquí llega su primer touché. Piensa que debe ser vergonzoso, para un chico de tal edad, acudir con su madre a un médico sin importancia. Tal vez tenga miedo. En ese caso, debería ir mudando esa mirada penetrante del que nada teme. No le pega. Que se aclare porque, al que no se define, lo definen; y le está otorgando vía libre para anotar una sarta de calificativos nada favorables para él.

En cambio, le gusta la camiseta serigrafiada que porta, que va a la perfección con esos vaqueros desgastados y adquiridos en cualquier tienda de moda. Puede ver con detalle las zapatillas de deportes con las que completa el modelito, puesto que estira las piernas hacia el frente sin ningún remordimiento ni falta de compostura. Cruza los brazos en el pecho y da la impresión de que se ha desplomado en la silla nada más llegar, sin importarle si a alguien le molesta su forma de aguardar su turno. Tal vez, demasiado mal educado para su edad, vuelve a madurar ella, quizás su madre debería espetarle disimuladamente que cambie de postura, que escoja una más adecuada, que ya no tiene edad...

Ha decidido ir a por él, buscar cualquier resquicio presente para desenvainar su espada y plantarle cara. Sabe que él es consciente del interés físico que puede despertar, está segura de que se cree con licencia de usar esta arma contra cualquier mujer, piensa que también quiere actuar contra ella, exhibirse como un premio inalcanzable. Pero ella ha tomado el camino contrario, el del odio, el del ataque. Va a dañarle. Buscará cualquier detalle de aquella camiseta, que tanto le ha gustado, para mofarse. Seguirá atenta a los rasgos de su rostro, para matizar algún que otro defecto.

Comienza a preparar su ataque, cuando la dulce voz de una enfermera le devuelve a la estancia en la que verdaderamente se encuentra. Entona, como una melodía, el nombre de un caballero, y observa como aquel chico atiende a la petición. Lo ve cruzar una mirada cómplice con su madre, escucha su respuesta y ella carga su arma para descargar su munición final, sobre todo, cuando se percata de la mano que le tiende su madre.

En cambio, es una bala de plata lo que ella percibe en aquel instante. Siente el dolor del metal, el olor a pólvora que deja el odio en sus entrañas. Nota la sangre a borbotones, la dificultad para respirar, para tomar oxígeno. Es su propia arma, la que cargaba con tanto rencor, la que se ha disparado en sus propias manos. Ensangrentada se arrastra hasta los pies de aquel chico, le tiende su mano. Al igual que hace su madre, también ella quiere ayudarle a cruzar los escasos metros que separan la sala de la consulta y que él, ahora lo entiende, se afana en atravesar como una carrera de obstáculos. Sin apenas aliento, debido al dolor de las heridas, intentará ofrecer su aire para que esa maratón de diez metros le sea más llevadera. Observa sus manos en direcciones opuestas a las que manda la gravedad. Lo ve arrastrarse, con su belleza, con aquella camiseta que tanto le ha gustado, con las zapatillas de deporte que extendía hacia ella. Se aleja.

Y ella exhala el último suspiro antes de fallecer ante la despedida de su enemigo, que le ha ganado la partida, esa guerra en la que sólo ella participó. Y se da cuenta que, en aquel instante, ya no importa que la lluvia continúe golpeando los cristales en plena primavera, ni que se retrase su hora de visita. Ese rival le acaba de enseñar a ver la vida desde un prisma diferente, sin lanzar la granada a cualquier paso, permitiendo la oportunidad, el beneficio de la duda.

Observa su sitio vacío y, ahora, daría cualquier cosa por volver a tener su visión. Por mirarlo de otra manera. Aunque... acaba de darse cuenta, es así, como ella lo ha mirado, como ella lo ha atacado. Era lo que quería. Él lo planeó desde el principio, desde que la vio llegar. Buscó su desconcierto, sus dudas. La atacó con dardos invisibles, esperando su respuesta. Consiguió de ella esa mirada de odio que ya no percibe por ningún lugar. No había compasión, no había lástima. Lo había logrado. Cuando la enfermera reclamó su presencia, ya no quiso mirarla más. Se levantó con esfuerzo, con mucho esfuerzo y abandonó la sala, manteniendo en su retina aquel rostro rencoroso que le permitió esbozar una sonrisa. No sabía cuánto lo había ayudado con aquel gesto.

Y desapareció de la estancia, y dio por finalizada la contienda, y ella regresó a la lectura, mientras la lluvia caía del cielo a borbotones.

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