lunes, 7 de febrero de 2011

Tan fácil como dar pedales


Ayer palpé los colores de mi ciudad de una forma totalmente distinta, aventurera, mágica. No hicieron falta demasiados ingredientes. Sólo, una buena compañía, el calor del sol y el estreno triunfal de mi nueva bicicleta, la misma con la que entré de lleno en la inmensidad de mi nueva decena, de mi flamante ciclo. Fue como transitar con libertad por una dimensión paralela a la que contemplo cada día. La carretera, el fluir del tráfico, el caminar de la gente, el bullicio... de un lado. Nosotros, del otro.

La brisa de la mañana golpeando en tu rostro mientras pedaleas, la visión de una estampa familiar vista desde un ángulo desconocido, al ritmo del pedal. Calles inéditas, barrios ocultos y el pedaleo, siempre el constante pedaleo. Otros ciclistas que te adelantan o a los que aventajas en cualquier recodo factible de esa serpiente serpenteante de la que ahora formas parte. Como si se tratara de un club secreto donde acabes de iniciarte. El asfalto atravesado con una piel distinta.

Y hoy sólo pienso en repetir, como cuando era niña y llevaba la bici tatuada en la piel. Aquella que me permitía recorrer palmo a palmo cada rincón de mi pueblo, aquella que me facilitaba compartir la vida con mis amigos y adentrarme en mil aventuras, imaginar, soñar. De nuevo, eché una mochila a mi espalda, como aquellas tardes en las que imagínabamos una exploración sin precedentes. El camino de la estación nos conducía siempre a un mundo nuevo, repleto de rincones anónimos nunca descubiertos, caminos surgidos de la nada o eso pensábamos en la inocencia de nuestra infancia mientras hacíamos girar el pedal y echábamos atrás esas tardes demasiado largas.

Entonces, atravesábamos angostas veredas enmarcadas por fincas con perros hambrientos y agresivos que ladraban sin cesar a nuestro paso, hectáreas de naranjos que nos cobijaban cuando decidíamos hacer un alto en el camino y descansar a la sombra, cortijos abandonados y derruidos donde veíamos fantasmas e imaginábamos historias truculentas, sin ni siquiera pensar en la opción del descuido puro y duro. Caminos pedregosos que, a veces, nos castigaba con alguna caída, encuentros desagradables con exploradores de otros barrios y, sobre todo, escuela, que nos perseguían con el objetivo de gastar bromas demasiado pesadas. Y al fondo, siempre al fondo, como última parada y fin del trayecto, donde siempre tocaba dar la vuelta y regresar a casa, dar por concluída aquella tarde de exploración y aventuras, poner punto y seguido a nuestras escapadas, siempre en el horizonte... el Guadalquivir.

Su estampa hipnotizaba, hacía detener el tiempo, captaba nuestra atención. El siempre fluir del agua, a nuestros pies, podía hacernos callar durantes unos minutos, paralizarnos y mimetizarnos con la naturaleza. Aquel río que pasa por nuestro pueblo y que, al parecer, es aquel río de tal importancia que ha aparecido siempre en nuestros libros de texto, permanece latente en mi pupila pese a que hace casi una década que no contemplo su vista. Esa vista que me permitía contemplar mi vieja bicicleta.

Ya no transito por los arduos caminos de mi pueblo, ni las tardes son tan largas, ni poseo mi antigua bicleta, pero ayer volví a tener diez años y a sentir la magia especial que aporta el simple girar de los pedales. Cambié la ciudad por el campo, los diez por los treinta, el Guadalquivir por Sevilla... pero, en el fondo, continúo siendo una exploradora que busca caminos desconocidos, rincones intransitados y, por qué no, imaginando historias fantásticas que sólo están en mi cabeza. Suerte que tú también las compartas conmigo porque, aunque no me lo dijeras con palabras, pude leerlo en tus pupilas, descifrarlo con ese código que sólo conocemos nosotros. El que nos enseña el pedal.

2 comentarios:

  1. Me alegro que disfrutes tanto de tu regalo de cumpleaños.

    Un beso

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  2. Ha sido un buen regalo y se merecía un post en mi blog. Ya sabes, siempre las pequeñas cosas. Un beso.

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