viernes, 11 de febrero de 2011

El guardián del atardecer


Lleva varios días rondando por el barrio y yo le observo, desde la distancia, de forma invisible, con la misma invisibilidad que le acompaña a los ojos de los demás. Él no lo sabe, pero me he percatado de su existencia y ha entrado a formar parte de mi mundo circundante. Su presencia reclama mi atención desde la ventana, desde la puerta de acceso al edificio y en la lejanía, cuando mis pasos se van acercando a su quietud.

Aguarda paciente a la salida del supermercado. Nunca se sitúa en la puerta, en la dirección directa a la muchedumbre que entra y que sale, como una corriente fluvial que nunca cesa. No se sienta en el típico rincón que da acceso a la estancia. No aborda. Al contrario, prefiere tomar distancia, colocarse en un vértice poco simétrico y observar, seleccionar sus objetivos desde la oscuridad. La misma oscuridad que cubre su rostro, que le hace invisible, que le aporta seguridad. Espera y actúa.

No sabría determinar su edad, aunque me aventuraría a afirmar que ha traspasado livianamente la veintena. Tampoco podría identificar su procedencia, pero su tez morena me sugiere imágenes de algún desconocido país del Este. Calza unas zapatillas de andar por casa junto a un vestuario que no le haría diferente al resto de la sociedad. Es una persona joven, sin más, que pide limosnas a las puertas de un supermercado de barrio, siempre por la tarde, siempre al anochecer.

Quizás tiene una familia que se lo reclama, tal vez pase necesidades básicas, o puede ser que simplemente utilice la recaudación para sufragar sus vicios, esos que he visto quemar en su mano cuando el ir y venir de consumidores le da un pequeño respiro. Sólo son conjeturas, hipótesis, pensamientos que surgen al calor de una observación no demasiado exhaustiva en la caída de la tarde. Después de un largo día de reflexión. Uno más. Uno menos.

Y me intento mimetizar con su piel, situarme en su puesto, imaginar. Quizás algún día alguien podría verme como yo ahora lo observo a él. Tal vez, la vida me obligara a suplicar limosnas, a pedir ayuda, a olvidarme a la suerte de los demás. Entonces, me costaría un mundo colocarme en la puerta de cualquier supermercado, en el típico rincón que da acceso al recinto y, como mi joven desconocido, también aguardaría en la oscuridad para aliviar mi rostro, para ocultar mi vergüenza, para conseguir mi invisibilidad. Porque nadie sabe lo que nos viene de camino en el mismo instante en el que nos atrevemos a colocar etiquetas.

3 comentarios:

  1. Ojalá nos metiéramos en la piel de esas y otras personas más a menudo.

    Te felicito por esa forma de ver la vida. Casi nadie se para a pensar en esas personas. Al contrario, llegamos a convencer a nuestro cerebro de que son parte del mobiliario que el ayuntamiento ha puesto en la calle. Una "farola" con toda una vida, familia, sentimientos, etc, detrás de ella.

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  2. Es cierto, yo a veces también he tenido esa sensación al ver a personas que viven en la calle, intento imaginarme cómo han llegado allí, cómo sería su vida antes, y siento una absoluta y fría impotencia. Probablemente, en otro momento, en otro instante podríamos haber sido alguna de nosotras dos.

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