domingo, 19 de septiembre de 2010

Locura


La ocupación me hace estar ausente, aunque nunca olvidada o perdida. Distante, de forma circunstancial, pero presente, muy presente. Es curiosa la facilidad con la que nos habituamos a las nuevas situaciones, cuando éstas se repiten durante varios días consecutivos. Creamos costumbres a partir de las novedades. Nos deslizamos con facilidad por lugares que, tan sólo unos días antes, habíamos explorado de puntillas, paso a paso, con demora y temor.

Mi caminar matutino ya se ha convertido en todo un hábito. Tomo el metro sin percatarme de que lo he hecho. Mis pies me llevan de una estación a otra, mientras mi mente vuela en otras direcciones. Completo el trayecto sin reparar en lo que hago, como si nunca jamás lo hubiera hecho, únicamente, porque mi paso constante me ha llevado allí. Bajar escaleras, subir escaleras.

El paseo por la avenida de la Constitución se ha convertido en un viaje iniciático hacia el interior de mí misma. Todo un vía-crucis con sus correspondientes paradas, sempiternas, constantes, como las estaciones que recorro en mi nuevo medio de transporte. Sólo provisional, únicamente para las próximas semanas. Los rayos del sol, siempre candentes pese a la temprana hora que marca mi reloj, iluminan y ambientan el paso constante, casi melódico, con el que me muevo hacia mi destino. "Animarse, animarse", tatarea con voz dulce y paciente la vendedora de la Once que aguarda en la esquina de la Puerta de Jerez. Con su sombrero negro, sentada en la silla, con la misma sonrisa de ayer, como si jamás se hubiera movido de su sitio. Como si siempre me hubiese estado esperando.

A sólo unos pasos, la chica que reparte el periódico gratutito me obsequia con un ejemplar, esbozando una sonrisa, que acompaña con un saludo matutino. Lleva guantes tiznados de tinta. Esa tinta que un día desaparecerá. Esa tinta que me llevó a estudiar aquella carrera. Esa tinta que me ha dado alegrías y decepciones. Esa tinta que se aleja, convertida casi en extraña.

Y entonces, desde lejos, se distingue su presencia. Paciente en el duro banco. Con la vista perdida hacia el Archivo de Indias. Una visión familiar pero, con certeza, totalmente desconocida para ella. Viste un abrigo que un día fue ocre, un jerseys de cuellos alto y unas botas de fieltro. Un vestuario nada llamativo si no fuera porque aún estamos en septiembre, seguimos alcanzando los 40 grados y ella nunca modifica su vestuario. Desde lejos veo sus uñas, de un color indefinido, largas, antiguas. Totalmente discordante con esa barba masculina que, de forma incipiente, decora su rostro oscuro. Locura. Penosa y triste locura. La observo mientras un señor de edad avanzada comienza a proferir unos gritos sin sentido. Sin dirigirse a nadie, observando la nada. Locura.

En ese momento, recuerdo a Naoko (Tokio Blues, Haruki Murakami) y me siento identificada con ella. Con su temor por vivir el mundo, con su miedo a enfrentarse a la realidad, con su dolor por poder respirar uno y otro día. Cuántas veces me habré encontrado en su situación en el último año. Afortunadamente, yo también tuve un Watanabe que vino a salvarme, que me tiró una cuerda, que me acompañó en la larga cura. Día tras día. Con paciencia. Pobre Naoko, ella no consiguió salvarse. Cayó al profundo vacío después de mucho caminar por el borde.

Me habría gustado llevarla de la mano hasta la Avenida de la Constitución y enseñarle el mundo. Permitirle que palpara la realidad de cada día, de cada mañana. Y demostrarle en su recorrido, como hicieron conmigo, que aún queda mucho por hacer. Tanto por hacer...

jueves, 2 de septiembre de 2010

La abadía de la luz




Si alguna vez me marchara a un retiro espiritual -una idea nada descabellada e incluso añorada en contadas ocasiones- este tendría unas coordenadas concretas, una estampa fijada y un lugar cerrado. Si en alguna ocasión me viese obligada a alejarme de la nada y del todo, cerrar un capítulo de mi vida e iniciar otro demasiado tajante para ser entendido, me escaparía a la localidad riojana de Cañas, al monasterio de la luz.

Lo descubrimos, casi por casualidad, en los albores del pasado mes de agosto, en el corazón de La Rioja. Siempre pensé que quedaría encandilada con la visita a los monasterios de Suso y Yuso, sita en San Millán de la Cogolla, donde el silencio es sinfonía. Pero el corazón, la emoción y el sentimiento más profundo afloraron al acceder a la capilla de esa abadía cisterciense que se ocultaba de los itinerarios más turísticos. San Millán soltaría un grito de asombro si viese la afluencia de público que congrega el habitáculo que un día fue su hogar. La contemplación de la quietud, el sosiego, la tranquilidad, la paz, la armonía; en definitiva, la naturaleza plena que despierta la visita al monasterio de Suso (arriba en latín), queda totalmente desplazada cuando accedes al Monasterio mayor, el de Yuso (abajo en latín). Ay! Gonzalo de Berceo, como te busqué por cada rincón sin dejar de hallar flashes de cámaras a diestro y siniestro, así como guías demasiado apresurados en finalizar la visita para dar paso a un nuevo grupo.

En cambio, la abadía cisterciense de Cañas nadie nos la mencionó. Únicamente percibí una conversación de un turista con el chófer del autobús que nos llevó hasta Suso, donde éste mencionaba la belleza del pequeño edificio de Cañas, y no lo dudamos. Apenas 20 kilómetros separan una localidad de otra, pero la última visita de la mañana se había cerrado sólo diez minutos antes de nuestra llegada a la entrada. Había que esperar hasta las 4 de la tarde, con un sofocante calor, en medio de la nada. Y nos marchamos a Nájera, quizás con la idea de regresar más tarde, tal vez con la intención de seguir nuestro camino y regresar a Logroño. Pero volvimos, con paciencia, con espera, con calor y cansancio... y jamás pudimos alegrarnos más de aquella decisión, porque nos encontramos con uno de los monasterios más mágicos que jamás haya podido visitar.

La clave, el alabastro que recubre aquel lugar del estilo gótico donde debiera haber vidrieras; el hecho de que sus habitantes, la orden cisterciense, no haya abandonado el lugar desde el siglo XII; el dato de no haber sufrido jamás el efecto de los saqueos, las desamortizaciones o la guerra. Todo permanece intacto, perfectamente custodiado, mimado, reservado, guardado en su caparazón de la clausura que aún mantienen las nueve monjitas que habitan su espacio.

Hoy, al tiempo que medito una y otra vez sobre mi futuro inmediato, mediante accesos a páginas de internet, cuentas numéricas, llamadas telefónicas y un sin fin de gestiones pertinentes, añoro la abadía de Cañas, tan apacible, tan mágica, tan única... tan llena de luz.