Siempre he pensado que vivíamos en un mundo maniqueísta, donde todo se divide entre buenos y malos, blancos y negros, grandes y pequeños... Y pese a que el paso del tiempo me ha hecho ver que la vida es mucho más compleja de lo que imaginamos de niños, aún me sorprende observar como existen personas que, con la seguridad por bandera, son capaces de emitir un enunciado, anunciar una sentencia, sentenciar un pensamiento como si fuese la propia panacea. Y no sólo eso, sino que tienen la certeza de determinar que aquello que haces, piensas, practicas o sigues no tiene ninguna validez o está subestimado, simplemente, porque es diferente a lo que realizan ellos.
Tienen la suficiente arrogancia para vilipendiar tus gustos musicales, determinar qué libros de lectura son los de elite y cuáles no, qué es un verdadero blog y aquello que dista del mismo, cuál es la vestimenta adecuada para ese acto social, qué debes ver o no en la televisión y si puedes hacerlo, dónde debes vivir, cómo debes actuar en cada momento... Además, profieren su argumento con tal mano dura que, sin ni siquiera poder plantearte quién lleva la verdadera razón al respecto, tiendes a agachar la cabeza, hacer mutis por el foro e incluso pedir que la tierra te trague, simplemente, porque esa persona ha decidido que eso no va acorde con su pensamiento y lo ha hecho con tono severo, alzando la voz y señalando con el dedo acusador. Te ves obligado casi a pedir perdón por ser tú y no esa persona.
No hace demasiado tiempo, me crucé con una tendencia al respecto que ya había aparecido demasiadas veces en mi vida. Resulta que uno tiene casi que disculparse por haber nacido en una determinada tierra, con una idiosincrasia concreta, unas costumbres arraigadas, unas características distintivas, un alma propia, una marca, una identidad... Uno tiene que pedir perdón simplemente porque, allende nuestras fronteras, hay personas que no comparten ese sello propio, precisamente, porque es diferente a lo que posee. Uno tiene que lamentarse, escuchar como acribillan lo suyo de forma gratuita y por la sencilla razón sobre la que venimos hablando hasta el momento, o plantar cara por una vez en la vida y pedir explicaciones.
Hay quien se cree con derecho a exigir, desde la barrera, cómo deben ser determinadas tradiciones que han sido transmitidas de generación en generación desde unos tiempos tan remotos que ni siquiera pueden agruparse en su memoria. Poseen una suficiencia determinada para despreciar ciertas características que hoy constituyen lo que somos, que ha sido legado desde hace varios siglos por personas que yan no están, que pasaron a la historia, pero cuya sangre sigue corriendo por nuestras venas.
Y no nos paramos a pensar que la defensa a ultranza de nuestras ideas, por diferentes a la de los demás, con frecuencia levanta ampollas, siembra odio, declara guerras, hace correr ríos de sangre y cultiva rencor, cuyos frutos, desgraciadamente, continuamos recogiendo hoy en día. Porque aún no ha nacido la persona que pueda encaramarse en el púlpito, alzar sus brazos o señalar con el dedo acusador, afirmando y defendiendo la posesión de la verdad suprema. Y es que la culpa, por todo, la llevamos marcada a hierro en nuestra piel desde nuestro nacimiento, es un lastre que nos pesa sobre los hombres, una carga con la que tenemos que continuar... En definitiva, por la sencilla razón de ser, todos, hijos de aquella señora que llevaba mi nombre. Un gesto que algún que otro poeta granadino identificaría como símbolo de la libertad.
Tienen la suficiente arrogancia para vilipendiar tus gustos musicales, determinar qué libros de lectura son los de elite y cuáles no, qué es un verdadero blog y aquello que dista del mismo, cuál es la vestimenta adecuada para ese acto social, qué debes ver o no en la televisión y si puedes hacerlo, dónde debes vivir, cómo debes actuar en cada momento... Además, profieren su argumento con tal mano dura que, sin ni siquiera poder plantearte quién lleva la verdadera razón al respecto, tiendes a agachar la cabeza, hacer mutis por el foro e incluso pedir que la tierra te trague, simplemente, porque esa persona ha decidido que eso no va acorde con su pensamiento y lo ha hecho con tono severo, alzando la voz y señalando con el dedo acusador. Te ves obligado casi a pedir perdón por ser tú y no esa persona.
No hace demasiado tiempo, me crucé con una tendencia al respecto que ya había aparecido demasiadas veces en mi vida. Resulta que uno tiene casi que disculparse por haber nacido en una determinada tierra, con una idiosincrasia concreta, unas costumbres arraigadas, unas características distintivas, un alma propia, una marca, una identidad... Uno tiene que pedir perdón simplemente porque, allende nuestras fronteras, hay personas que no comparten ese sello propio, precisamente, porque es diferente a lo que posee. Uno tiene que lamentarse, escuchar como acribillan lo suyo de forma gratuita y por la sencilla razón sobre la que venimos hablando hasta el momento, o plantar cara por una vez en la vida y pedir explicaciones.
Hay quien se cree con derecho a exigir, desde la barrera, cómo deben ser determinadas tradiciones que han sido transmitidas de generación en generación desde unos tiempos tan remotos que ni siquiera pueden agruparse en su memoria. Poseen una suficiencia determinada para despreciar ciertas características que hoy constituyen lo que somos, que ha sido legado desde hace varios siglos por personas que yan no están, que pasaron a la historia, pero cuya sangre sigue corriendo por nuestras venas.
Y no nos paramos a pensar que la defensa a ultranza de nuestras ideas, por diferentes a la de los demás, con frecuencia levanta ampollas, siembra odio, declara guerras, hace correr ríos de sangre y cultiva rencor, cuyos frutos, desgraciadamente, continuamos recogiendo hoy en día. Porque aún no ha nacido la persona que pueda encaramarse en el púlpito, alzar sus brazos o señalar con el dedo acusador, afirmando y defendiendo la posesión de la verdad suprema. Y es que la culpa, por todo, la llevamos marcada a hierro en nuestra piel desde nuestro nacimiento, es un lastre que nos pesa sobre los hombres, una carga con la que tenemos que continuar... En definitiva, por la sencilla razón de ser, todos, hijos de aquella señora que llevaba mi nombre. Un gesto que algún que otro poeta granadino identificaría como símbolo de la libertad.
Amén!
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