lunes, 4 de junio de 2012

Cuando las lágrimas son de otro


Hoy he descubierto que prefiero llorar a que otros lloren por mi. Que las lágrimas borren mis rostros si puedo evitar contemplar esa escena en otra persona. Con o sin razón. Duele. 

Siempre he preferido callar a enfrentarme a las circunstancias. Porque sé soportar la carga. Porque, aunque esté en mi derecho de exigir explicaciones o pedir excusas, acabo sufriendo la escena vivida. No me gusta enfrentarme a nadie, porque me hace daño. Algunos lo llamarán coberdía, otros tantos prudencia. Decidan el nombre que decidan, no puedo cambiar el hecho. Es y ya. Y punto.

Hoy no lo he podido resistir y le he dado voz a esa idea que desde hace meses cultiva mi pensamiento. La desgana, la dejadez y el desinterés que se llevan clavando en la piel como cristales rotos semana tras semanas ha podido con mi fortaleza. Me he quejado. Y lo he hecho en voz alta. Sin pensarlo. Sin retenerlo. Sin impedir que salvara el obstáculo de mi garganta. Ha salido a borbotones y he pedido la comunicación que me llevan negando desde tiempo ha. Me he mostrado abatida, derrotada y triste tras un gran esfuerzo por ayudar sin dejar que les ayude. He bajado los brazos y he mostrado mi enfado. Por primera vez, en mucho tiempo. He abandonado la sonrisa que siempre me acompaña y he terminado la clase con un adiós escueto. A lo francés, a la manera contraria a la hispana. La que conocemos, la nuestra, la que nos identifica.

No esperaba explicaciones cuando no la he tenido hasta ahora. Pero me la han dado justo cuando la he pedido sin ser yo. Por la vía que nunca quise tomar. Cuando he encendido la mecha. Y ha llegado con lágrimas en el rostro que no era el mío. Han sido mis ojos los que lo han contemplado, mientras permanecían secos como arroyos en agosto, por primera vez. No era tan difícil expresar con palabras lo que me habían negado hasta ahora. ¿Por qué han tenido que esperar tanto? ¿Por qué si todo era positivo hacia mí? ¿Por qué he sentido tanta frustración cuando no era mi problema? ¿Y por qué tengo que marcharme con este nudo amargo?

Las lágrimas que he contemplado me perseguirán sin pudor, con la frialdad del hielo, con el dolor del golpe, con la tristeza de la pérdida. Porque, a veces, el prójimo importa más que uno mismo.