domingo, 15 de abril de 2012

Escondida en mi rincón

 


La decepción se palpa a mi alrededor. Mire donde mire, me sumerja donde me sumerja, la siento golpear mi nuca, como un susurro agrio, como una brisa maloliente, al acecho. La vida me hizo demasiado débil para poder sortear los obstáculos que se abren a mi paso o soportar estocaimente los golpes que me llegan por doquier. Nunca he tenido la suficiente entereza para gozar de orgullo, para creerme única, para quererme sobre todas las cosas. Por contra, me ha ido ablandando como un molde de arcilla que se olvida al sol, y se agrieta, se resquebraja, se deteriora, se evapora hasta desaparecer.


Desaparecida. Así me siento y así me encuentro. Ausente. Envuelta en la nada y perdiendo de nuevo el rumbo. El timón comienza a temblar, a perjudicar su mando, a cansar mis brazos y a escaparse de mis dedos. Me mantengo firme, lo máximo que logro, pero con la constante amenaza de cansar mis articulaciones y soltar las riendas de forma definitiva. 

El hueco vuelve a aparecer en el suelo, mientras sujeto mis rodillas olvidada del mundo en mi anclado rincón. La cabeza, cada vez más gacha. La sombra, amenazando con suavidad la leve luz. Me escondo para siempre en la oscuridad o me adentro en ese hueco que me hará invisible. Siempre invisible. Desconocida.

Quién soy. Nadie responde. Quién soy. Ni siquiera a mí se me escucha la voz. Decepcionada de todo y de todos, prefiero no ser nada, como siempre he sido. Alguien más, que ocupa su espacio, como un ser tridimensional. Uno más entre el millón.

Nunca he sido especial. Pero ahora, más que nunca, nadie lucha por hacérmelo sentir. Ni tan siquiera un instante. Ni tan sólo un suspiro. Aunque con ello me engañe y me ponga la venda que desprotegieron mis ojos. Porque cuando se ve realmente cómo es el mundo, más sueña con abandonarse en el rincón. Aunque grite con fuerza, con desesperanza, con temible deseo, nadie jamás, nadie, se pararía a escuchar.