martes, 30 de agosto de 2011

La oveja negra

Apareció "the end" en la pantalla y el telón cayó, de bruces, sobre mis ojos. De nuevo había perdido dos horas de mi tiempo, 120 minutos de mi vida en intentar introducirme, una vez más, en lo correcto. Vivir en lo vivido. Establecerme en lo establecido. Caminar por lo caminado. Observar lo observado. En definitiva, hacer lo que alguien dice que se debe hacer. 

-"¿Tú-no-has-vis-to-Ma-trix?"-emitieron seis voces al unísono, mientras sus respectivos doce ojos, con sus correspondientes pupilas, me acribillaban a fuego lento. Mascullaron cada sílaba, cada sonido con detenimiento, intentando producir dolor.
- No -contesté, casi levantando mis brazos en señal de eterno perdón. Definitivamente, aquello iría por lo penal.
- Tú no sabes lo que dices -mientras continuaban abrasándome con sus miradas.

Dos días después, me vi obligada a visionar la tan exitosa película que todos, excepto yo, adoraban en el mundo. Cuando me disponía a sumergirme en la belleza del séptimo arte, me autoconvencí de que estaba ante una obra maestra. Había sido casi excomulgada por mis propios amigos por no haberme expuesto nunca ante tal creación y, por tanto, debía comprometer aquel tiempo a aquella causa. Lo que iba a ver me iba a gustar, porque deleitaba a todos, desde niños a mayores, críticos, no tan críticos... Y vi la película, y dediqué mis preciados minutos, y me aburrí plácidamente... hasta que me dormí.

El pasado domingo volvió a ocurrirme. En un exitoso canal de cine emitían una nueva película de culto que nunca había tenido intención de ver. Nuevamente tenía la oportunidad de alzarme a idéntico nivel que el resto de la sociedad. Formar parte de la masa. Ser parte del otro. Seguir la senda correcta que alguien marcó. Y decidí exponerme plenamente a "American Psycho", una obra maestra (en su subtítulo). Y cuando apareció "the end" en la pantalla, el telón cayó, de bruces, sobre mis ojos. De nuevo había perdido dos horas de mi tiempo, 120 minutos de mi vida en intentar introducirme, una vez más, en lo correcto. Vivir en lo vivido. Establecerme en lo establecido. Caminar por lo caminado. Observar lo observado. En definitiva, hacer lo que alguien dice que se debe hacer.

Debo confesar que me alarmé. Y me obligué a investigar en internet, leer críticas de la película, diferentes interpretaciones del argumento, significados de su final. Y, nuevamente, me desvanecí al comprobar que todos tildaban de excelente lo que para mí sólo había sido una pérdida de tiempo. 

Y decidí cansarme. Y trazar una línea que indique "hasta aquí". Y revelarme contra el mundo. Y gritar que, quizás, yo no soy como el resto. Comprobar que tengo mis gustos y preferencias, ideas y pensamientos que pueden o no coincidir con el otro pero, en cambio, contar con el tremendo defecto de no imponer a nadie lo que tiene que hacer, pensar, decir o producir. Porque nadie me dio la batuta ni el poder de mando, porque no tengo ningún título que así lo acredita, ni voluntad para hacerlo.

No aprecio el sabor de la carne ni del alcohol. Prefiero el día a la noche y madrugar a que me envuelva despierta la madrugada. Huyo de la muchedumbre y multitudes y, en numerosas ocasiones, brindo con el aroma de la soledad. Prefiero un buen libro a una mala compañía e intento alejarme de aquellas personas que no saben escuchar. Me gustan las películas que me hacen esbozar una sonrisa y la música que mi mente puede observar. Adoro a los animales, tal vez, más que a muchas personas y, sobre todo, la humildad. Sé que no soy el prototipo, el ideal de aquellos que han decidido marcar nuestro rumbo pero, a estas alturas, ya no voy a cambiar. En cambio, prometo continuar descubriéndome porque, en lo que a mí respecta, aún no sé como voy a reaccionar en todos y cada uno de aquellos momentos que aún estar por llegar. ¿ Y quién lo sabe?

Y continúo sufriendo el peso de lo que dictaminan aquellos sectores fuertes de la sociedad, mientras muestro la otra mejilla a todos aquellos que aún se deleitan con señalar con el dedo, acusar con la mirada y blandir el símbolo de la libertad. Mientras cae el telón de un nuevo día.

viernes, 19 de agosto de 2011

Supervivientes de una cíclica batalla

No pude ocultar mi decepción cuando eché un vistazo al campo de batalla. La fuerza devastadora del enemigo había aplastado sin miramientos, piedad, consuelo o compasión todo aquel elemento que se había hecho paso en su camino. Con mano de hierro. Con dureza. Casi sin alma. Como buena analítica de la situación, supe que aquel fatídico hecho volvería a ocurrir en cualquier momento. Fui consciente de que las líneas enemigas comenzaban a avanzar de nuevo, y un escalofrío helado atravesó mi ser cuando vislumbré que nada podia hacer para impedirlo. Sólo cabía la espera, desde la trinchera, en la retaguardia.

Afiné mis armas, estudié la ubicación perfecta y aguardé la llegada del enemigo, pero el desconsuelo fue aún mayor cuando supe que el batallón arribaba con refuerzos de otras tropas, mucho más dañinas, con el manejo de otras prácticas de ataque, una nueva amenaza. En ese momento, tiré la toalla, saqué a flote la bandera blanca y mostré sin remordimientos las palmas de mis cansadas manos. Si el constante e intenso ataque de los rayos de sol del verano sevillano no fueran suficiente, ahora mi terraza se veía amenazada por la temible mosca blanca. Y las bajas comenzanban a llegar...

El primero en caer fue nuestro amado naranjo. Nacido en el último suspiro de 2009, perecía fulminado en los primeros llantos de estío andaluz. No hubo sufrimiento. Prácticamente en el acto. Se despidió al caer la tarde, sin tiempo de reacción, sin posibilidad de antídoto. Fue, sin más, el primer aviso de que lo aún estaría por llegar. Y le siguieron otros compañeros, si un día verdes, aromáticos y floridos, ahora mustios, cansados y casi inertes. Era un auténtico desconsuelo contemplar aquel improvisado hospital de guerra con enfermos que aunciaban la muerte.

No pudimos esperar más. Concretamos el día del funeral de estado y, casi sin tiempo de derramar lágrima alguna por nuestros seres un día vivos, nos armamos con ataúdes de plástico negro y depositamos sus últimos restos en el fondo del contenedor del barrio. Fue necesario un traslado demasiado multitudinario, con cuantiosas subidas y bajadas del ascensor, entradas y salidas del portal, algún que otro saludo a los vecinos. Y la despedida.

Tan sólo mantuvimos aquellos miembros que aún respiraban, ataviados con goteo, en forma de fertilizantes y antiparásitos. Fue necesario amputar ramas y hojas, remover su tierra y reubicar su aposento. Y, cuando la resignación había hecho mella en nuestros corazones, una mañana, después de varios días de soledad, volvimos a nuestro improvisado hospital con la certeza de repetir el desconsolado duelo. Recuperamos las bolsas y vislumbrábamos, de nuevo, el peregrinar hacia el contenedor cuando, casi sin crédito, observamos las cinco hojas verdes que lucía orgullosa la parra virgen, el tímido verdor que mostraba el kalanchoe, la recuperación casi milagrosa del limonero... volvía la vida a mi terraza casi muerta.

Sin embargo, en un rincón, permanecían aún los restos mortales de la buganvilla. Si un día rosa y brillante, ahora espigada, seca e inerte. Me aproximé a ella. No podíamos esperar más. Era el momento de decirle adiós, despedir su vida y otorgar una nueva a la terraza, con aquellos supervivientes de la batalla, con los que habían conseguido vivir, con los sufridores. Me entristeció cortar sus ramas, dividirla a trocitos, minimizarla. Fui a buscar una nueva bolsa donde, con paciencia, deposité una a una aquellas hojas que un día alegraron mi mañana. Sus ramitas pequeñas, donde un día residió su gracia... Sólo quedaba el tallo casi gris, triste y desconsolado. El último vestigio, el último elemento, el adiós definitivo. Me disponía a verter su contenido, me incliné, tomé los bordes de su conocida maceta, me acerqué, levanté la vista y... allí estaba, tímidamente escondida, casi sin querer ser percibida, pero viva y alegre... ¡una pequeña hojita verde! No estaba muerta. Mi buganvilla, no estaba muerta. Era otra de las escasas superviviente que aún luchaba por su vida. Por ver una nuevo amanecer. Por dar aún mucha guerra, desde su rincón de mi terraza.

jueves, 18 de agosto de 2011

Los otros

Mientras dirijo el volante de mi cada vez más antiguo coche, y los rayos del aciago sol de agosto se enfurecen contra el cristal de la luna delantera, llego a la conclusión de que este mundo circundante -el mismo que nos rodea, envuelve y moldea- está detalladamente dividido en dos clases de personas. Al igual que se ordena un tablero de ajedrez, como la danza que protagonizan el agua y el aceite o las caras opuestas de una misma moneda. El blanco y el negro, la cara A o la cara B, el ying y el yang.

El enfurecido color amarillento que adquiere el campo de mi tierra en esta época del año casi me ciega. Siento el grito intenso que me emiten las plantas, paralizadas bajo el todopoderoso conjuro del sol, mientras cambio de marcha y reduzco la aceleración del motor... No hay dudas. Somos dos. En mi caso, tuve el inmenso infortunio de nacer bajo el influjo del signo de la inseguridad. La eterna duda. Para todo, en todas partes y en cualquier lugar. Cuando era pequeña, me contentaba pensando que este mal se marcharía con la edad. "Yo no sé, pero los mayores saben. Cuando sea mayor, cuando tenga experiencia, nunca dudaré". Ilusa.

Observaba a mi madre. Con una solución para todo, siempre, en cualquier momento, en cualquier lugar. Sabía lo que hacer si estaba enferma, si ese elemento extraño que aparecía ante nuestros ojos al romper la cáscara de un huevo era amigo o enemigo, si la araña que se paseaba a sus anchas por mi habitación venía en son de paz o con la declaración de guerra, si la chaqueta que debía vestir el día de la Virgen me quedaba bien de hombros o estaba "saltona", la solución para la rotura de una tubería, el producto que debemos aplicar para cada tipo de manchas... y todo, todo, sin revisar previamente un manual, preguntar a un experto y/o suplicar encarecidamente a nuestro amigo google.

No tengo prisas, pero la eterna peregrinación de camiones que inundan la carretera que conduce a mi pueblo me obliga a pensar que he cambiado el motor por el pedal y las dos ruedas. Al menos me queda el aire acondicionado, benito frío artificial en el mismo corazón del infierno... Nunca pensé, jamás me percaté de que ese don no se adquiría con la edad, ni con la madurez, ni con la experiencia, sino con el grupo al que perteneces, con el sello que te marcaron, con la letra que te distinguía. La seguridad o la eterna duda. Lo tienes o te falta. No hay más. Si aún albergas esperanzas, siento aguarte la fiesta, debes empezar a aceptarte. Yo ya estoy en ello.

Definitivamente, el asfalto se está derritiendo. Ya veo el líquido gris como empieza a manar en dirección a la cuneta. Afortunadamente, ha decidido hacerlo cuando aún me faltan unos metros para alcanzarlo. Pero sólo es una ilusión óptica, un engaño de nuestra retina. No hay ningún elemento acuoso, pese a que el intenso calor juegue con mantenerlo todo en su completa solidez y quizás sea yo la que se esté evaporando... Fue al sacar aquel tupper de la nevera. Destapar su contenido. Usar el sentido de la vista y el olfato. Dedicar unos segundos de meditación. Dudar, siempre dudar. Volver mi vista hacia el lado izquierdo. Calentar mis cuerdas vocales. Entonar. Emitir el sonido. "¿Esto está bueno?". Y obtener la contestación. "Está perfecto". Cuando lo descubrí. Él también pertenece al otro grupo. A los que están al otro lado de la barrera. Por eso sabe siempre si el huevo tiene buen o mal aspecto, si el insecto que nos vacila desde el otro lado de la pared ha venido o no armado, cuál es el problema de la cisterna, por qué ha bajado la presión del agua en plena ducha o qué le pasa a mi coche.

Mi coche está perfecto. Pese a los más de cuarenta grados, las diferentes especies de todo que han soltado camiones y han aterrizado en mi chapa, los aullidos de las casi inertes plantas, la amenaza del fin del asfalto... Entonces lo supe. No podemos vivir sin ellos. Nosotros, los de nuestra especie, los de nuestro grupo no podemos persistir si los otros no están cerca. Porque son nuestra guía, nuestros ojos, nuestro cayado y nuestra fuente de energía. El cargador de nuestra batería, la solución a nuestras preguntas, el timón de nuestro barco. Lo que siempre querremos ser y nunca seremos. Pese a que nos sobren otras cualidades o aptitudes. Jamás lo tendrás, es de ellos. Y sólo lo palparás si están cerca. Y siempre deben estar cerca.

Si sabes de lo que hablo, si entiendes lo que digo, ya sabes a qué grupo perteneces y percibirás todas y cada una de las sensaciones que aquí describo. Si eres uno de los nuestros, nunca reveles este contenido. Vaya a ser que le abras los ojos a aquel miembro de los otros que tienes cerca y siempre, siempre sea agosto a tu alrededor.