miércoles, 26 de mayo de 2010

Esperanzas


Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla
donde yo no me hallo, no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Apenas tengo tiempo para poder dedicar mimos y acaricias a mi blog. Este paréntesis en mi día a día que me está ayudando a aliviar el arduo peregrinar que inicé hace casi nueve meses. Resta un mes para el desenlace y, pese al cansancio, el agotamiento mental, los obstáculos, las dificultades latentes, continúo teniendo esperanzas. Para lo bueno o lo malo, comienzo a vislumbrar el final del camino. La meta se aproxima.

lunes, 10 de mayo de 2010

El día que conocimos el tacto de la Gloria


Sería un día grande. Lo percibí desde las primeras horas de la madrugada, mientras dejaba el tiempo acampar a sus anchas, con el único testigo del ensordecedor sonido de la noche, el silencio sepulcral que me aguardaba hasta la hora indicada, la primera señal horaria en ese día repleto de momentos memorables. Revisé mi pequeño equipaje, al tiempo que visualizaba los múltiples acontecimientos de los que iba a ser testigo, impaciente, deseosa. Toda una vida esperando un instante como ése...

... La ciudad dormitaba, silenciosa, con la excepción de aquella peregrinación de fieles cuya carrera oficial comenzaba en la Avenida de Kansas City y culminaba en el inicio de la Autovía que conduce hasta Córdoba. El aeropuerto sevillano nunca contó con semejante censo. Nunca la ciudad tuvo tanta vida como aquella noche, se estaba labrando la historia con letras de oro y yo me encontraba presente desde el primer párrafo. Se avecinaba un día grande. Y entre palmas, cánticos, emoción a raudales, hermandad, pasión, y un sin fin de sensaciones indescriptibles, despegó nuestro avión con destino a la gloria...

...El reloj que nos acompañaba apenas marcaba las siete de la mañana cuando llegamos a aquella ciudad centroeuropea tan desconocida como familiar al mismo tiempo. En los albores de aquel día ya pude comprobar que comenzábamos a ganar la contienda. No era Eindhoven lo que pisaban nuestros pies, la que acogería nuestra hazaña, era la propia Sevilla la que había viajado en avión junto a nosotros y la que se instalaba en el corazón de Holanda. No era la Plaza Markt la destinada a albergar nuestros corazones hasta la llegada de aquella hora esperada desde cien años atrás, sino que habían instalado para uso y disfrute nuestra propia Plaza del Salvador...

...Quiso el destino que mi viaje fuese casi huérfano. Mi mentor en esta pasión que jamás podré definir ni argumentar, ya que se palpa o no se palpa, se tiene o no se tiene, se inculca o no se inculca, fue uno de los tripulantes del fatídico vuelo que partió con casi diez horas de demora. Yo vivía el preludio de aquel mágico instante en el corazón de Nervión, que en aquel momento palpitaba en Eindhoven, mientras él aguardaba con desesperación y tristeza un vuelo que nunca llegaba. La vía telefónica sirvió de complicidad en aquella fiesta previa a la que jamás asistiría. Con palabras y sonidos sustituía un ambiente que jamás palparía...

...Faltaban escasos minutos para el inicio de la contienda cuando pisó suelo holandés, aunque jamás nos cruzaríamos. Aquella final comenzaba para él justo cuando las descripciones y narraciones se quedan estrechas, vanas, escasas, pequeñas, ridículas para rememorar el sin fin de sensaciones y emociones que supuso el sólo contacto con el vehículo que conducía al equipo hasta el Phillip Stadium. Una eternidad. Ese fue el tiempo que unió a aquella afición, que parpadeaba para poder palpar la veracidad de aquel instante, con una plantilla de nombres propios y apellidos que serán recordados por un sin fin de generaciones...

...El sonido estridente de aquella hinchada se agolpaba junto al palpitar unísono de unos corazones que aguardaban el todo o la nada, el tacto de la gloria o el sabor de la hiel, la historia o el olvido. Ahora sí, sólo restaban 90 minutos para plasmar el correcto titular, poner sello a aquellos sentimientos, desvelar aquella incógnita, conocer el fin de aquella secuencia... y comenzó a rodar el balón...

... Fueron 90 minutos que casi pasaron en un suspiro. 90 minutos donde el tiempo se paró para pasar a la historia. 90 minutos donde no podría precisar qué pasó por mi cabeza, cuáles fueron mis comentarios o los proferidos por los vecinos de tensión y sufrimiento. 90 minutos que concluyeron con aquel pitido final que aún resuena en nuestras cabezas... Y comenzamos a flotar en el ambiente... Todo se inundó de lágrimas que suplían las risas y risas que acompañaban el llanto. De miradas hacia el cielo por todos aquellos que habían invertido tiempo, energía, felicidad y tristeza para que sus sucesores en el sufrimiento recogiésemos sus frutos, justo en aquel momento. Abrazos de desconocidos, complicidad entre rostros ignorados con anterioridad, manos que se estrechan para intentar conservar un momento único, eterno...

... Y así comencé a descender las escaleras de aquel estadio, en soledad. Tardé una eternidad en bajar cada escalón mientras la muchedumbre impaciente me adelantaba por diestro y siniestro. Saboreé cada paso, me acomodé en cada recodo, derramé lágrimas, exprimí mi memoria recordando por qué estaba allí y cuál fue el motivo de experimentar aquella sensación con tanta entrega. Tantas y tantas personas cómplices de aquella pasión que justo, en aquel momento, no se encontraban a mi lado...

... Y me arremoliné en las sempiternas colas, y tardé horas en ubicarme en el avión de vuelta, y pasaron muchos minutos hasta llegar a casa... Cuatro años después vuelvo a realizar aquel viaje de ida y de vuelta, sólo con mirar a mi corazón, sólo con entornar un poco los ojos, sólo con seguir siendo fiel a esa pasión que me legaron de niña. Porque aquel fue un día grande.

jueves, 6 de mayo de 2010

Perdona por ser yo mismo


Siempre he pensado que vivíamos en un mundo maniqueísta, donde todo se divide entre buenos y malos, blancos y negros, grandes y pequeños... Y pese a que el paso del tiempo me ha hecho ver que la vida es mucho más compleja de lo que imaginamos de niños, aún me sorprende observar como existen personas que, con la seguridad por bandera, son capaces de emitir un enunciado, anunciar una sentencia, sentenciar un pensamiento como si fuese la propia panacea. Y no sólo eso, sino que tienen la certeza de determinar que aquello que haces, piensas, practicas o sigues no tiene ninguna validez o está subestimado, simplemente, porque es diferente a lo que realizan ellos.

Tienen la suficiente arrogancia para vilipendiar tus gustos musicales, determinar qué libros de lectura son los de elite y cuáles no, qué es un verdadero blog y aquello que dista del mismo, cuál es la vestimenta adecuada para ese acto social, qué debes ver o no en la televisión y si puedes hacerlo, dónde debes vivir, cómo debes actuar en cada momento... Además, profieren su argumento con tal mano dura que, sin ni siquiera poder plantearte quién lleva la verdadera razón al respecto, tiendes a agachar la cabeza, hacer mutis por el foro e incluso pedir que la tierra te trague, simplemente, porque esa persona ha decidido que eso no va acorde con su pensamiento y lo ha hecho con tono severo, alzando la voz y señalando con el dedo acusador. Te ves obligado casi a pedir perdón por ser tú y no esa persona.

No hace demasiado tiempo, me crucé con una tendencia al respecto que ya había aparecido demasiadas veces en mi vida. Resulta que uno tiene casi que disculparse por haber nacido en una determinada tierra, con una idiosincrasia concreta, unas costumbres arraigadas, unas características distintivas, un alma propia, una marca, una identidad... Uno tiene que pedir perdón simplemente porque, allende nuestras fronteras, hay personas que no comparten ese sello propio, precisamente, porque es diferente a lo que posee. Uno tiene que lamentarse, escuchar como acribillan lo suyo de forma gratuita y por la sencilla razón sobre la que venimos hablando hasta el momento, o plantar cara por una vez en la vida y pedir explicaciones.

Hay quien se cree con derecho a exigir, desde la barrera, cómo deben ser determinadas tradiciones que han sido transmitidas de generación en generación desde unos tiempos tan remotos que ni siquiera pueden agruparse en su memoria. Poseen una suficiencia determinada para despreciar ciertas características que hoy constituyen lo que somos, que ha sido legado desde hace varios siglos por personas que yan no están, que pasaron a la historia, pero cuya sangre sigue corriendo por nuestras venas.

Y no nos paramos a pensar que la defensa a ultranza de nuestras ideas, por diferentes a la de los demás, con frecuencia levanta ampollas, siembra odio, declara guerras, hace correr ríos de sangre y cultiva rencor, cuyos frutos, desgraciadamente, continuamos recogiendo hoy en día. Porque aún no ha nacido la persona que pueda encaramarse en el púlpito, alzar sus brazos o señalar con el dedo acusador, afirmando y defendiendo la posesión de la verdad suprema. Y es que la culpa, por todo, la llevamos marcada a hierro en nuestra piel desde nuestro nacimiento, es un lastre que nos pesa sobre los hombres, una carga con la que tenemos que continuar... En definitiva, por la sencilla razón de ser, todos, hijos de aquella señora que llevaba mi nombre. Un gesto que algún que otro poeta granadino identificaría como símbolo de la libertad.